sábado, 16 de febrero de 2008

LA MARCA

Nunca se supo realmente lo que pasó por su mente. Pero, lo que si es seguro, es que esa noche marcó su corta vida.
Enrique era un niño de ocho años apenas, era el mayor de cuatro hermanos, acababa de recuperar a su padre –quien los abandonó un año atrás- y ahora esto. Nunca se le vio llorar, miraba fijamente –como perdido entre los ojos de la gente- y escondía sus penas en las respuestas toscas y acciones agresivas. No era para menos; José Raúl, su padre, estaba grave. No hizo nada en ese instante, ni años después cuando recordaba el hecho.
La gente murmuraba lo acontecido. ¡Pobre vecino!. ¡uy, dicen que ha sido feo el accidente!. Pobre señora Andrea, el lío que le espera ahora.

De repente, ingresó María, la hermana de José:
-está muerto, mi hermano está muerto
-cállate que te van a escuchar los niños.
-Tú lo has maldecido, ahora estarás feliz, maldita, nunca debió regresar. Ahora está muerto.
-No hables tonterías. Los vecinos saben donde está. Vamos a ir al Hospital Cayetano Heredia.

Andrea ingresó al cuarto, se cambió de ropa, acicaló su cabello bruno, desordenado, cogió una crema que untó sobre sus manos y la aplicó en su rostro. Luego, salió rauda, hacia la puerta. Los vecinos habían traído un auto para ir a buscalo.
Enrique se quedó pensando toda la noche que le habría pasado a su padre; pero sobre todo, en la frialdad de su madre para permanecer sólida ante tamaña noticia. Al amanecer, vio con nostalgia su casita de esteras forrada con cartones y techo de plástico azul cruzado con cañas delgadas. Se levantó como todas las mañanas a preparar el desayuno para sus hermanos; pero, algo ya no estaba bien, se sentía molesto, respiraba con dificultad, sentía un dolor muy fuerte en el pecho. Hubiese querido explotar, seguro que hasta llorar a gritos; pero solo atinó a lanzar dos tazas y quemarse las manos con el vapor del agua hirviendo.
Ya había servido el desayuno para sus hermanos cuando ingresó Andrea.
-Johni, Yeny, Jimy, vengan a la mesa que ya está servido.
-Yo me sirvo hijo, no te preocupes.
-¿dónde está mi papá?
-Que vengan tus hermanos. Ahora les cuento.
-¿está mal, verdad?
-Mira hijo, Dios sabe porque hace que ocurran las cosas.
-¿y cuándo va a regresar?
-Que vengan tus hermanos que se enfría el desayuno.

José tenía 28 años y hacía un mes que había regresado a su hogar luego de su romance con Leocadia, la esposa de Isidoro Olarte. Andrea no solo lo había perdonado, sino que –como en las ocasiones anteriores- también asumía la responsabilidad de cuidar que sus hijos no se enteren. Él, había salido a trabajar ese 23 de diciembre como taxista y a media tarde se fue a La Parada a comprarle regalos a sus hijos (sería la primera vez que les entregue algo personalmente pues no era costumbre suya hacerlo). Es más, al menor de todos le gustaban los carritos como al papá; así es que decidió comprarle un camión de madera pintado de azul y rojo con la frese “Buen viaje”. Guardó todo en la maletera del auto y siguió trabajando. Pasadas las ocho de la noche decidió regresar a casa, ya había reunido el dinero suficiente para pasar el día siguiente. Salió de la Avenida Alfonso Ugarte hacia la Avenida Caquetá e ingresó a la autopista Túpac Amaru, aprovechando la oscuridad de la zona, prefirió ir por la pista auxiliar para llegar más rápido a casa. Ahí empezó y terminó todo.
Mientas conducía, empezó a reflexionar sobre su vida, sobre lo que hizo y dejó de hacer. Siempre quiso ser buen esposo, mejor padre. Nunca pudo, ni siquiera lo intentó, solo quiso. Pero ahora estaba dispuesto a todo (por lo menos es lo que contó años después en una reunión con sus hermanos). El freno instintivo del auto lo trajo a la realidad.

-¿Qué te ha pasado?
-Nada amigo, se jodió la batería y no sé mueve mi cafetera.
-Deja que me cuadre adelante para ver que hacemos.
-Gracias, te pasaste ah.
-¿Oye, tienes cables para jalar desde mi batería?
-Por aquí tengo algunos alambres que pueden servir.
-¡Listo!, ahora, prueba pues.
-¡Carajo!, no arranca, mueve el alambre para que haya buen contacto.
-¡Ya está!, ¡Arranca!
-¡Nada!, ahora si se jodió esta chatarra.

José sacó una soga de su maletera y se propuso remolcar el auto del taxista (de quien nunca supo su nombre). Sujetó la cuerda a un extremo a su parachoques posterior mientras el otro extremo era llevado al auto malogrado. Ambos quedaron tendidos, boca arriba, con las piernas expuestas hacia fuera. Fueron solo unos segundos. Instantes sin dolor, solo gritos y luego el silencio cómplice de la muerte. Una camioneta los arrolló. Los arrastró desde la puerta cinco de la UNI hasta la entrada cuatro. La cuerda los envolvió y terminaron atascados entre las llantas de la camioneta que nunca se detuvo. 8:25 de la noche y solo la sangre daba muestras de la tragedia.

-estuve toda la noche en el hospital. Tiene las costillas fracturadas, la pierna izquierda destrozada; la llanta le pasó por la cadera y le partió todo. Lo peor es que está inconciente y está difícil que se recupere.
-¿tú lo viste?
-¡Si!. Primero los vecinos se opusieron, pero como me vieron tranquila me dejaron entrar. Debo regresar porque no lo quieren operar en ese hospital pues es muy grave.
-¡quiero llorar1, ¡déjame verlo!
-Vete al corral y llora, pero que no te vean tus hermanos. Ellos aun no saben nada ni van a entender. Así es que te quedas con ellos y yo, en la noche, les explico todo.
-¿y si se muere?. ¿se va a morir verdad?
-No sé hijo. Sólo te pido que no llores delante de tus hermanos. Los vas a asustar por las puras.

Enrique dejó la mesa, partió hacia el corral trasero de su casa, buscó una piedra para acomodarse, se sentó y fue pateando el suelo hasta reventarse una de las uñas. Lloró hacia adentro, gritó por los ojos. Luego, recordó que sus hermanos no se habían levantado aun. Fue al cuarto, empezó a gritarles y los llevó a la mesa para desayunar.