domingo, 15 de junio de 2008

PEQUEÑAS MARCAS (segunda parte)

Andrea salió a abrir la puerta.
Yeny Se había desmayado hacía varios minutos. Tenía un poco de algodón con alcohol empapando su nariz, alguna tapa de olla que apareció por ahí agitándose para darle aire y toda una procesión de vecinos que –imaginando lo peor- acompañaban el cuerpecito indefenso de la niña marcada por el infortunio.
Definitivamente, la tragedia rondaba en la casa de la señora Andrea. Era la mala suerte, la maldición de la loca, sus hijos estaban pagando lo que su padre había hecho. Así es el destino pues, todo se paga en esta vida. Los hijos sufren por las acciones de los padres. Lo que tus padres hayan sembrado, tú cosecharás. Y vaya que José Raúl había sembrado harto, pero pura hierba mala, puro pasto para animales. Ahora, los hijos pagaban las culpas ajenas.
Ahí estaba ella. Entre los brazos de Jaime Leyva, hijo de Macaria. Ingresaron a la casa. El silencio inicial se rompió con las palabras de Yeny.
-¡mami, me duele mi cabeza!
-¡ya despertó, ya despertó!
-¡mami, quiero vomitar!
-¡traigan un recipiente, una vasija. Traigan algo, pronto!
Así eran los vecinos de este barrio. Todos miraban estupefactos a la familia de Andrea. La fortaleza que tenían para levantarse. Era sorprendente, como esta mujer sola podía criar a cuatro hijos (sin contar que pronto se haría cargo de su hermano Guillermo y del accidentado Raúl quien fuera atropellado en la navidad de 1982)
La felicidad le parecía esquiva a Yeny. Extrañó a su padre por varios meses; ahora que había regresado, lo tendría postrado en una cama y casi invalido y cascarrabias por sentirse completamente inútil; en unos años, nuevamente serían nuevamente separados por la incapacidad paternal para asumir su ficción de cabeza de familia. Pero ella no entendía nada de eso, solo quería a su padre y punto. No se diga más. Total, toda hija se pega más al padre, ¿verdad?.
-Oye Enrique ¿y eso que tiene que ver con el accidente de tu hermana?
-Ah, cierto, lo olvidaba.
Yeny nos contó que mientras jugaba a las chapadas con Kelly y Chaqueta (una niña muy simpática cuyo nombre revelaré más adelante), empezó a pensar en su padre. Recordó aquella tarde que los llevó a comer pollo a la brasa, aquella otra vez que fueron al chifa y su hermanito Jimy pidió una sopa llamada “chifú chifú” (era un niñito pues, la sopa era Fuchi Fu), evocó aquella mañana imborrable del parque de las leyendas, cuando Raúl les compró dulces y pelotitas mientras paseaban y el travieso de Johni hizo que la de Jimy se fuera hacia la zona de los rinocerontes. Es que era un travieso pues.
-¿y?
-Lo siento, pero eso contó ella pues.
Mientras Yeny recordaba esos días de felicidad, no se percató que sus pasadores se habían soltado. Siguió corriendo. Fueron solo instantes de suspensión mental. Fracción de segundos que culminó con un sonoro golpe en el piso de tierra y piedras menudas.
Kelly gritó: ¡ahora la lleva Yeny!, ¡corran, corran!
-Ya pues hermano, me estas dando muchas vueltas ah. Creo que es todo por esta noche, regreso mañana.
-¡No, espera! Aquí termino
Mi hermana dio algunos pasos. Serían cuatro o cinco. Uno de sus pies pisó el pasador, trabando su persecución. Su delgado cuerpo fue cayendo lentamente ante la atónita mirada de sus amiguitas, el desesperado intento de Kelly por cogerla y el alboroto de dos vecinas que vieron la espectacular caída. Al trabarse sus pies (y sin posibilidad de reaccionar) cayó casi recta y firme, como una varita, directo al suelo. Su carita terminó estampada en el polvo, su frentecita impactó en una piedra que terminó marcándole una línea de dos centímetros y sus manitos –que tampoco reaccionaron- terminaron dobladas y escondidas entre el cuerpo y el suelo. Se había desmayado. No sé si del golpe, so sé si dela vergüenza; lo que si sé –porque ella me lo contó – es que mientras caía al suelo iba pensando en la paliza que le daría su madre por no haberse atado los pasadores. Afortunadamente, las vecinas ayudaron, culparon al destino, al infortunio, en fin; el resto, ya lo conoces.
-Ahora si, hasta mañana
-Hasta mañana Enrique.

domingo, 1 de junio de 2008

PEQUEÑAS MARCAS (primera parte)

- Mami, menos mal que saqué un azulito, mire mi libreta mi profesor me ha puesto casi todo con rojito, mami.
Esa era Yeny, hermana de Enrique (tercera hija de José y Andrea). Ella era menudita, de carita casi redonda y con una sonrisita pícara que la acompañó hasta la adolescencia. A ella también le había afectado lo ocurrido con su padre; pero de manera muy especial: se volvió más despistada, empezó a crear un mundo de niña del cual nunca logró salir (o no ha querido salir), empezó a dormir demasiado, tenía muy pocas amiguitas de su edad, terminó repitiendo el año escolar.
Por esos días Yeny había construido un mundo particularmente atractivo, al que invitaba a jugar a sus hermanos de vez en cuando: tenía un televisor de colores, un equipo de sonido del año, un muñeco Pepe original, un juego de cocina que su papito le había traído solo para ella y por eso nuca lo sacaba (como que nunca mostró su televisor ni su equipo porque su mamá se molestaba si hacía ingresar a sus amigas). Cuando su padre abandonó el hogar, le costó aceptarlo (solo tenía seis años) y hasta sus quince años no quiso aceptar la responsabilidad de su padre. Cuando él regresó a finales de mil novecientos ochenta y dos, sus ojitos recobraron el brillo de niña que la acompañaba, su coquetería femenina y su vivacidad de barrio ocuparon el lugar que le correspondían: Yeny había vuelto; sin embargo, el accidente que postró en cama a su padre durante los próximos tres años la hundieron más en su paraíso perdido.
- ¿han visto a Yeny? Interrogó Andrea a sus hijos en uno de esos días de desorden total en el barrio.
- Yo la vi durmiendo- respondió Johni – creo que está en la cama.
No era raro que desapareciera así, pero esa tarde Andrea estaba muy tensa y mostraba su preocupación al no ver a su hija en casa.
- ¡Se ha escapado, mi hija se ha escapado!. Esta niña loca a donde puede haberse ido.
- Mami, yo la vi jugando en el cuarto. Voy a ver.
No estaba. Había desaparecido en unos instantes y la tarde ya empezaba a caer con el manto de incertidumbre en la jefa de la casa. Los hermanitos desesperados seguían llamándola por todos los rincones de la casa y nada. Ella no estaba.
- ¡Yeny!, ¡Yeeeeeeeeeeeeenyyyyyyyyyyyyyyyy!
- ¡Chulaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaa! (así la habían bautizado por ser tan linda, decía su madre)
La aparición de José Raúl fue casi providencial. Por esos días (aun sano) había recuperado el trabajo de distribuidor de la empresa Pilsen Callao y pasaba por la casa conduciendo un camión repartidor.
- Raúl, tu hija se ha perdido. No la encontramos desde hace buen rato.
- Carajo, como se va a perder si todo el mundo la conoce en el barrio.
- Pero no está pues. Ya la buscamos y nada.
- ¡Yeny!, ¡hijita te he traído unos dulces!, Yeeeeeeeeeeeenyyyyyyyyyyyyyyyy!
Enterados los vecinos, organizaron una brigada de búsqueda para peinar toda la cuadra y al grito de Yeny, partieron en su búsqueda. Raúl ingresó a la casa y recorrió cada rincón de ella sin mayor fortuna, ingresó al cuarto, revolvió las frazadas, volteó las colchas. Nada, la tierra se la había tragado.
- ¡pobre del pendejo que me haya escondido a mi hija, le saco la mierda! Empezó a gritar Raúl dando signos de desesperación y al borde de las lágrimas.
- ¡Vamos a la comisaría! Sugirió la vecina Macaria Blácido. La policía tiene que ayudarnos a buscarla.
Raúl salió de la casa, apresurado y con rumbo a la delegación policial de Tahuantinsuyo. Ahí tenía un amigo que podría apoyarlo.
De repente, se oyó una voz muy débil que salía de algún rincón.
- ¡Papi!, ¡Papito! ¿has venido a verme? se escuchó con más claridad.
- ¡hijita, dónde estás?.
Yeny nunca salió de la casa. Toda la tarde estuvo en ella. Tenía la costumbre de dormir totalmente cubierta con las colchas y seguramente cuando ingresaron a buscarla, en lugar de sacar las telas y frazadas, terminaron envolviéndola aun más. Lo que no quedó claro aquella vez, es si con tanto ruido ella realmente no sintió la desesperación de sus padres o –como en muchas ocasiones- se había sumido en ese mundo de fantasías al que solo ella sabía ingresar y salir.
Así era ella pues, así era la chula. Pero eso fue solo un sustito comparado con lo que le pasó en la víspera del cumpleaños de su madre.
- ¡Tu hija!, ¡Andrea, tu hija! Gritaba eufórica Macaria desde la calle. Andrea no había terminado de desayunar aquella mañana y no se atrevió a salir. Solo vió por una rendija que traían a Yeny descalza, con el cabello totalmente desordenado y en un estado de inconsciencia fúnebre.
- ¡Yeny, Yeny! Gritaban algunos vecinos.
Andrea se dirigió a abrir la puerta.