sábado, 31 de enero de 2009

EL ÚLTIMO DE TODOS (segunda parte)

- Andrea, Andrea, mierda, sal que han matado a tu hijo. Corre carajo, corre.

Andrea estaba sentada en su pequeño comedor escuchando música cuando oyó todo. Se quedó estática, no lloró, solo imaginó quien sería esta vez. Cuando vio entre las esteras de su casa el cuerpecito que venía entre los brazos de su amiga, entendió de quien se trataba. Su mente hiló miles de ideas; recordó el nacimiento de su hijo, peludito como un mono, gritando en plena selva; sufrió esos segundos pensando lo que pasó para cambiarle el nombre mal escrito por el secretario del pueblito de Villa Virgen, quien lo había inscrito como Yimy y ella quería Jimy; recordó el gusto especial que le tenía a su única mamadera (la que lo acompañó hasta los siete años en el colegio primario) y tenía forma de Pedro Picapiedra; recordó esos gritos diciendo ¡quiero mi agua azucarada!, ¡quiero mi agua azucarada! Y finalmente sintió la mano de su amiga. Cogió a su último hijo, lo llevó hacia el cuarto y lo recostó en su cama.
Afuera, la gente se había aglomerado e intentaba ver lo ocurrido. En minutos el accidente se había convertido en tragedia de todo el barrio. El camionero estaba detenido, un grupo de vecinos liderados por Hilario Huanca no lo dejaban partir y la gente se enardecía cada vez más con el inocente conductor.
Esa mañana, cuando Jimy salió de la casa, el camionero había estacionado para vender plátanos a los vecinos de Towsend Escurra. Él siguió conduciendo su camioncito y avanzó por debajo del enorme camión platanero. Aun no había cruzado todo el vehículo cuando se puso en marcha de manera repentina. Esa mañana ocurrieron dos milagros: ese tipo de transporte siempre va lentamente para seguir vendiendo y llamando agente a través de sus altavoces. Las llantas cogieron al camioncito de plástico, lo levantó y reventó las llantas traseras; luego, lo cogieron de sus botas y lo tumbaron. La caída lo dejó inconsciente y ahí empezó todo el drama, la gente gritó, Macaria llevó a Jimy a los brazos de Andrea y el camionero, luego del susto, nunca más regresó por el barrio.
Cada vez que Jimy recuerda este incidente dice que fueron sus pibes los que le salvaron la vida. Esos pibes los guardó durante años, eran su adoración. No recuerdo como las dejó, hace unos días le preguntaré por ellas. Aunque ya está un poco viejo para esos recuerdos pues tiene 30 años, me sorprendió lo que dijo:


"Las pibes, esas botas hasta ahora las tengo en mis pensamiento, pues que fueron las únicas botas que tuve durante toda mi vida, y me quedaban grandes; por cierto, eran de color maíz oscuro, o quizá caqui pues de colores nunca supe nada. Ese día me acuerdo que las llantas pasaron sobre mis botas tocándome un poco los dedos y cuando salió volando el camión de plástico volé junto con él salimos con fuerza debajo del camión de plátanos.
Ah, las botas las regalón mandándolas a la selva; me acompañaron hasta Canto Grande, como no las usaba me daban mucha pena tenerlas en un rincón; más pena me dio cuando las regalaron, pero como todo tiene un propósito y un ciclo en esta vida… Creo que así fue con las pibes, me salvaron la vida, y de seguro lo hicieron con alguien más"

sábado, 24 de enero de 2009

EL ÚLTIMO DE TODOS (primera parte)

Su nacimiento fue muy peculiar; lo hizo en la selva del Cusco en 1979 y cayó directamente a los zapatos de su padre. José Raúl no atinó a nada, él –seguramente por el golpe- dio su primer grito de vida y la verdad es que sonó más a aullido de mono que a ser humano. Por alguna razón el nombre no fue problema pues Andrea ya lo había decidido, se llamaría Jimy Emerson y sería el último hijo –decía cada vez que se lo recordaban- pues este le había dolido demasiado (si nació pesando más de cuatro kilos)
El verano de mil novecientos ochenta y tres también fue especial para él. La navidad de mil novecientos ochenta y dos José Raúl le había comprado un camión enorme para que juegue en las polvorientas calles de Víctor Raúl Haya de La Torre; pero, ese mismo día fue atropellado y el regalo no llegó para esa navidad. Varios días después del accidente, Ricardo –su hermano- fue por el auto Opel de Raúl que había quedado en el pueblo joven El Ángel. El recorrido hasta la casa era de unos siete kilómetros, siete largos e interminables kilómetros que casi terminaron en tragedia pues Ricardo nunca había conducido un auto y se atrevió a llevarlo. Aunque él contó que en el trayecto se estrelló contra un poste eléctrico y chocó en una casa, jamás explicó que sintió al hacer tamaña estupidez solo por quedar bien con su cuñada y sus sobrinos.
Cuando llegó el Opel, fueron hacia la parte trasera y se apresuraron en abrirlo. Ahí estaba el regalo: era un camión de plástico de color verde, enorme, casi del tamaño de Jimy, brillaba a juguete nuevo, luciendo unas llantas negras listas para correr por la tierra llevando piedras y maderas, restos de carrizo y cartones. Era su camión, su segundo camión de carga.
Una de esas mañanas típicas de verano con sol radiante, cielo despejado, poco viento y ruido callejero, ocurrió lo que se esperaba. A todos les había tocado, los tres hermanos mayores tuvieron su drama, Andrea lo suyo, faltaba él; así es que nadie se sorprendió más de la cuenta cuando ocurrió, total ya era común en esa familia amanecer con sobresaltos y acostarse por las noches con alguna noticia trágica (aunque como dije anteriormente, la tragedia la ponía la gente pues en realidad eran travesuras de niños que terminaban con olor a embrujo o maldición familiar).
Luego del desayuno, Jimy salió con su camioncito a jugar a la calle. No pasaron ni diez minutos cuando la gente empezó a gritar:

-Lo mataron, lo mataron.
-Andrea, tu hijo, tu hijo, lo mataron.
-Maldito asesino, como no vas a ver a esa criatura; era tan inocente, cojudo de mierda, ya lo mataste, solo era un mocoso inocente.

Macaria Blácido fue la más afectada. Ella era amiga inseparable de Andrea, aun cuando ella se fue a vivir años después a San Juan de Lurigancho, se siguieron frecuentando. Ella lo vio todo, no salía de su asombro pero aun así, corrió hacia el pequeño que salió casi disparado por la presión de las llantas del camión de plátanos que pasaba esa mañana por ahí. Levantó a la criatura, la arrulló entre sus brazos y secándose las lágrimas empezó a gritar:

-Andrea, Andrea, mierda, sal que han matado a tu hijo. Corre carajo, corre.

Andrea estaba sentada en su pequeño comedor escuchando música cuando oyó todo. Se quedó estática, no lloró, solo imaginó quien sería esta vez. Cuando vio entre las esteras de su casa el cuerpecito que venía entre los brazos de su amiga, entendió de quien se trataba. Su mente hiló miles de ideas; recordó el nacimiento de su hijo, peludito como un mono, gritando en plena selva; sufrió esos segundos pensando lo que pasó para cambiarle el nombre mal escrito por el secretario del pueblito de Villa Virgen, quien lo había inscrito como Yimy y ella quería Jimy; recordó el gusto especial que le tenía a su única mamadera (la que lo acompañó hasta los siete años en el colegio primario) y tenía forma de Pedro Picapiedra; recordó esos gritos diciendo ¡quiero mi agua azucarada!, ¡quiero mi agua azucarada! Y finalmente sintió la mano de su amiga. Cogió a su último hijo, lo llevó hacia el cuarto y lo recostó en su cama...