viernes, 21 de marzo de 2008

LA PRIMERA VEZ

Apenas faltaban unos minutos para las ocho de la mañana y Enrique apresuraba a su madre para ingresar al colegio. Era su primer día en la escuela y no podía llegar tarde. Llevaba una camisita blanca de poliseda, pantalón plomo unas medias sintéticas plomas y delgadas, un par de zapatos negros usaditos que Andrea –su madre- había comprado con mucho esfuerzo. Ella llevaba una blusa celeste floreada multicolor, una falda entubada de color azul marino, unos zapatos de taco delgados y con correas que enrrollaban sus delgadas piernas, una cartera de Marroquín negro y un par de delgados ganchos negros que sujetaban su enorme cabellera.
La directora del C.E. 2052 “María Auxiliadora”, la profesora Nora García, empezaba la ceremonia. El sol era radiante esa mañana. Las caritas de niños inocentes y emocionados por asistir al colegio se veían golpeadas por los rayos solares que bronceaban aun más la piel de los escolares expuestos como pedacitos de carne. Eran los primeros días de abril y aun el calor acompañaba las jornadas diarias, en cada formación, de manera religiosa, apresurando a la escolta, correteando a los escolares por todo el patio, obligándolos a refugiarse en las aulas pre fabricadas y con techos de eternit.

-¡Saludo al frente, Saludo!
-¡Con la escolta, de frente, Marchen!

De pronto, Andrea empezó a lagrimar suavemente sobre sus mejillas, su hijo estaba cantando el Himno Nacional del Perú. Era el mayor de cuatro hermanos, debía ser el ejemplo, desde pequeño se lo había dicho, así sería.

-Somos libres, seámoslo siempre,
-Como ha crecido, siento que se separa de mí. Ya es todo un hombrecito. Jamás pensé que lloraría por esto.
-y antes niegue sus luces el sol,
-¿qué será de ti, como te tratará la vida hijo mío? Espero estar siempre a tu lado para apoyarte cundo me necesites.
-que faltemos al voto solemne
-solo ruego para que sea mejor que sus padres. Por lo menos que termine su secundaria. Seguro que llegas lejos, no importa lo que estudies, siento que llegarás lejos.
-que la patria al Eterno elevó.
-¿Cómo haré para mantenerlos?. Son cuatro. ¿Qué me pedirán en su aula? Ojalá que sean pocos útiles. Aunque sea venderé mis gallinitas, pero no dejaré que le falte nada. Nos costará un poco pero lo haremos. Claro que sí.

Enrique, había soñado con ese momento, se sentía grande, sus ojitos brillaban de emoción, sus manitos transpiraban por la alegría de estar en la escuela, miraba de reojo a sus compañeritos y se emocionaba más. Entonaba con más fuerza el Himno Nacional, se sentía más peruano, más importante, más hombre. En cada línea, pasaba por su memoria la imagen de sus primeros años, de los tiempos vividos en la selva, de sus hermanos, de su madre. La miró y se emocionó aun más, ella tenía una extraña sonrisa dibujada en el rostro marcado por las lágrimas. Él elevó su mirada al cielo despejado y se perdió entre sus ideas matinales.

El colegio estaba rodeado por cerros totalmente desnudos, toscos y tenebrosos. Uno de ellos, el más elevado, tenía en la parte media una enorme roca configurada caprichosamente. Parecía una enorme cara, extraña cara con mirada siniestra. Por lo menos así se vio hasta terminar la primaria. Al año ochenta, el colegio solo tenía una dirección con material pre fabricado, un aula para cada grado y estaban construyendo un pabellón con material noble. El patio tenía piso afirmado, el viento ayudaba a levantar el polvo de cuando en cuando. Los cerros formaban una especie de herradura, de brazos que protegían a la escuelita, eran sus barreras naturales, con una puerta enorme de triplay y madreas para la entrada y una capilla a la espalda. Él había cumplido los seis años, era menudito, de cabellos lacios, piel trigueña, ojos de caramelo, largas y pobladas pestañas, callado, serio, siempre taciturno, muy fantasioso y soñador. Ahora, eran uno solo, el colegio y él, serían grandes, un buen complemento, hasta el final, por la victoria, por la gloria, nunca se separarían.

-Mas apenas el grito sagrado
-¡Qué habrá detrás de esos cerros? Seguro que hay un volcán enorme. De repente existen animales enormes, hasta cuevas deben existir seguro.
-!Libertad! en sus costas se oyó,
-A lo mejor, un río torrentoso y un puente colgante -como los de la antigüedad- hecho solo con cuerdas.
-la indolencia de esclavo sacude,
-¿Qué clase de gente vivirá al otro lado? Seguro que hay hombres primitivos como los de la tele. Uno de estos días subiré para ver todo. Espero convencer a alguien más. Iré con Johni, él si me acompaña.
-la humillada cerviz levantó.
-Mi mamá me está mirando. ¡Uf, que calor!, me arde la cara. Siente pena seguro. Yo nunca la voy a dejar. Cuando yo sea mayor, trabajaré en un banco para tener harto dinero y darle lo que ella quiera. Voy a comprarle una casa como la que teníamos en El Milagro. Si le cuento a mis amigos como quemaba el sol en la selva, seguro que no me creen. Le voy a comprar todo nuevo, ya no compraremos cosas usadas. A mi colegio le voy a poner piso y …

Somos libres, seámoslo siempre,
y antes niegue sus luces el sol,
que faltemos al voto solemne
que la patria al Eterno elevó.

sábado, 1 de marzo de 2008

MANO INOCENTE

Era el año de 1983. Ese año no fue bueno para nadie en el barrio. La tristeza y el hambre eran comunes entre las esteras, los plásticos y el polvo de verano que embarraba de cuando en cuando con las lluvias que se burlaban de la escasez de agua.
Fue en ese verano que Johni vivió momentos inolvidables: las vacaciones, la calle, las ventas de chupetes, las visitas forzadas a la familia; y sobre todo, por lo que sus tiernas manitos cogieron con la más sana inocencia de los 7 años.
Johni era el segundo hermano de Enrique. Extrovertido, callejero, experto en trompo y huaraca, busca pleitos. Era el hermano perfecto para un barrio como el de Víctor Raúl Hay de la Torre. Al decir de los tíos, era el palomilla de la familia y la pinta del papá era su mejor presentación.
Fue en esa mañana en que la Loca (así le decían a Leocadia, la esposa de Isidoro Olarte) había amanecido con ganas de fregar a todo el mundo. Sus gritos se oían a través de las paredes de estera hasta la casa de Macaria Blácido.

- que mierda quiere esta gente, joder nada más saben – gritaba Leocadia - Seguro quieren que me robe a sus maridos. Ni me jodan que si quiero me los llevo.

Ella era sí. Se había casado muy joven con Isidoro Olarte y tenía un hijo pequeño aun. No sabía ni arreglarse el cabello cuando llegó al barrio. Isidoro la golpeaba cada vez que llegaba en tragos y los gritos ensordecedores de la mujer causaban lástima en las vecinas del sector.
- Arréglate – le decía Andrea- píntate, utiliza ropa más juvenil para que tu esposo te mire y se alegre de tenerte así.
- Debes cocinar mejor, prepárale los platos que le gustan, utiliza condimentos, mantén limpia tu casita, añadía Macaria.

Ella les hizo caso. Empezó a arreglarse, aprendió a cocinar, se puso más coqueta y al poco tiempo huyó de su casa con el esposo de Andrea. Fue el origen de los insultos entre ambas y entre ella y las vecinas del barrio. Sus gritos eran tan desesperantes y sus frases tan groseras que la bautizaron como La Loca. En verdad parecía estarlo. A veces, cogía a Michael –su hijo- y lo golpeaba sin descansar; otras veces insultaba a todos desde su casa, incluso en una ocasión llegó a rociar con combustible la tienda de abarrotes de Andrea para prenderle fuego. Realmente estaba loca esa mujer.
Aquella mañana, ella empezó así, insultando a Andrea y a sus hijos. Las vecinas del barrio ayudaron a caldear los ánimos.

- métete a su casa, sácala de los pelos y acá le pegamos entre todas.
- Vamos Andrea, no te chupes. Entra y sácale la mierda.
- ¿Hasta cuando vas a aguantarla? Si no la paras ahora te va a tener de cojuda siempre.

Andrea se armó de valor. Cruzó por la tiendita, salió, avanzó hacia la casa de la mujer, golpeó la puerta y aunque hasta ahora no sabe explicar como, empezó a responder los insultos.

- sal pues, sal. Me quieres pegar, aquí estoy, ven, ¡cobarde!, ¿porque no sales?
- Valiente eres, ven pues, serrana de mierda, ven, entra para que veas lo que te hago.
- Loca de mierda, me jodes todo el día, friegas a mis hijos, te robas a mi marido, ¿ahora que quieres?, ¿quieres pegarme?, ven pues, ¡sal!
- ¡seré idiota!, ahí están tus amigas pues, ¿que quieren, que me las tire a todas?

Eso fue todo. No se oyeron más palabras, solo algunos gritos de dolor y rabia mezclados entre los insultos que brotaban de todos lados como eco perdido.
Andrea empujó la puerta, Enrique iba detrás de ella junto a Johni y Yeny. Leocadia había salido a su patio. Andrea y sus hijos se aban
Lanzaron sobre la Loca, las dos se cogieron de los cabellos mientras se insultaban. Parecían dos fieras que peleaban por su presa, desgreñándose, clavándose las uñas donde encontrasen carne. Los hijos de Andrea –cual animalitos con afán de supervivencia – se prendieron del cuerpo de la mujer y entre todos empezaron a arrastrarla hacia la calle. Enrique se colgó del cuello de la mujer, agarró lo que pudo; Yeny logró prenderse de la falda, una manito jalaba la tela mientras que la otra se sostenía de la cintura para no caer; y Johni, bueno, no lo vi, él lo cuanta cada vez que recuerda ese día, esto fue lo que pasó. Él, en su afán de prenderse de algún lugar, se lanzo sobre las piernas de la mujer y para no caerse, sus manitos –por instinto seguramente – se prendieron de lo primero que encontraron. Las manos pequeñas ayudaron poco para que se sujete de la mujer –en movimiento por la pelea que sostenía – por lo que a duras penas atinó a apretar fuerte.

Por fin, lograron llevarla a la mitad de la calle, las vecinas no perdonaron, fue una especie de justicia popular que aplicaron contra ella. Macaria cogió pedazos de ají y empezó a frotarlos en el cuerpo casi desnudo de Leocadia, Julia ayudaba golpeando a la mujer cada vez que intentaba reponerse; y Andrea, ella parecía poseída montando sobre la fiera que deseaba reventar a punta de puñetes. Johni ya no estaba para entonces pues había corrido hacia el cerrito pequeño que adornaba el barrio.

- solo sentía pelos pues, ¿que querías? Me dio miedo y por eso corrí. Yo me estaba cayendo y para no soltarme, metí mis manos entre sus piernas, cogí puros pelos, se quedaron pegados en mis manos, eran bien raros, Me caí y luego corrí. Mi mano olía raro, mami.
- Nada ya. Yo te vi arriba, en el cerrito, bien sentado y mirando como le pegábamos a la loca.