sábado, 30 de agosto de 2008

SUEÑO PROFUNDO

Estaba profundamente dormida, como no lo había hecho en meses. Mucho tuvo que ver la pastilla que le medicó su hermano Guillermo; como fuere, se había dormido y ya era bastante.
Su rostro lo decía todo: las ojeras por las malas noches que había temido en meses, se mostraban como anteojeras cubriendo esos ojos negros, hundidos y amarillentos. Las arrugas recorrían la faz de una mujer que estaba luchando por vivir desde hacía un año atrás; cuarteaban cada tramo de su rostro como indicando la cantidad de veces que le tocó sufrir a aquella mujer que –según decía ella misma- había vendió a este valle de lagrimas, solo para sufrir por los demás. Sus labios arrugaditos y hundidos desnudaban la ausencia dental y junto al color de su piel bronceada por los años era el maquillaje natural más sublime que sus hijos habían observado en ella desde pequeños. El cabello artificial que cubría su cabeza estaba muy maltratado, desprendiéndose de la base y además la hacía ver muy extraña. Era una sensación muy rara. Estaban ahí, frente a una mujer que jamás había dejado de luchar y que aun sabiendo a la muerte cerca de su vida, seguía porfiándola y retando a muchos duelos más.
Era una noche especial para todos pues la pudieron contemplar en toda su dimensión después de años. La verdad es que nunca tuvieron la oportunidad de hacerlo ni la intención de logarlo. Por eso era especial; además, sabían que era una de las últimas veces que podrían hacer ello. No desperdiciaron ni un solo instante y se sentaron a mirarla toda esa noche.
Ella estaba ahí, acostada sobre una sábana blanca y cubierta con unas colchas de colores floridos; llevaba una chompita negra, pantaloncito de lana azul, medias gruesas y de color negro. Había bajado de peso, estaba muy delgada, parecía una niñita frágil cuyos huesos se suspendían de la vida a través de la piel sufrida y bronceada por las inclemencias de de un destino particular que le tocó vivir.
Mientras la observaba, Enrique empezó a recordar aquella vez cuando había enfermado con tuberculosis y quedó postrada en cama un buen tiempo. La imagen de ese niño pidiéndole que no se muera ocupó todo su cerebro. Le prometió muchas cosas, le suplicó de mil maneras; le lloró a esas manitos amarillentas de tanta enfermedad. Es que no era poco lo que le pedía: No quería que se muera. Cuando sintió las lágrimas de su hijo, lo cogió de la cabeza, lo apoyó en su pecho y le susurró:

- ¡No llores hijito, seca tus lágrimas!, aun no es mi tiempo, yo sé cuando me voy a morir, ya conversé con la muerte y me ha dicho que falta mucho para irme con ella.

Mientras recordaba ese momento, Enrique pensó si habría llegado la hora. Total, ella no quería morir de vieja y siempre dijo que cuando quisiera morir, lo haría.
A veces pienso que no quiso dormir todo este tiempo por temor a no despertar más. Enrique la ha escuchado decir que ya no le importa nada, que ahora prefiere morir, que ya está cansada de tanta enfermedad y quiere irse; total ya logró a sus hijos y no tiene nada más que hacer en este mundo. Sus hijos muestran la angustia natural de la muerte, están con ganas de despertarla, vaya a ser que no quiera levantarse más.
Ella me contó un sueño reciente: estaba en su pueblito, con su lorito verde, su cabrita, entre los cerros cubiertos de vegetación y de repente apareció un jinete elegante y muy portentoso que la persiguió por los cerros hasta que la agotó de tanto correr y la alcanzó. Se la llevó hacia sus entrañas, el cerro la estaba llamando y a diferencia de otras veces, ella se cansó y dejó atrapar; se cansó y se dejó llevar a las entrañas de ese ser extraño. Cuando me contó ese sueño se me estremeció la piel, ella y yo sabemos lo que significa, sus hijos no tienen ni idea. Ella está resignada; yo, prefiero esperar pues confío en que seguirá peleando por ella, por sus hijos, por nosotros.

lunes, 14 de julio de 2008

GOLPES BAJOS (segunda parte)

Fue suficiente. Raúl, impotente, confundido, empezó a patear el auto Opel que tenía en su cochera, empezó a darle de cabezazos a la parrilla del auto, a lanzar puñetes a los vidrios de la puerta delantera.
Andrea, se indignó aun más. Claro, ahora te quieres matar para que tu familia me culpe – le gritó- te quieres fregar otra vez para tenerme de esclava de tus males. Cobarde, ni para eso sirves, ni siquiera eres capaz de golpearte tú mismo, finalizó. No había terminado de hablar y se lanzó sobre él, lo cogió del cuello, lo lanzó contra la pared de esteras, le dio dos bofetadas y se quedó mirando fijamente al hombre -que le pasaba en dieciocho centímetros de estatura- totalmente reducido, llorando como niño, lleno de impotencia, buscando los brazos consoladores que jamás encontró. Lo más cercano que halló en ese instante fue un baldazo de agua fría que cubrió casi todo su cuerpo y lo envolvió en un halo de desolación y abandono total. Lo llevó a su cuarto, lo acostó y dejó que duerma hasta el día siguiente. Total, era como su hijo, el hijo que jamás hubiera querido tener.
Raúl era eso para Andrea, un hijo, el que más problemas le dio. Ella recordaba, a cada instante, las penalidades que había pasado para que su esposo no muriera en el hospital ni quedara relegado por falta de dinero. Fue tanta su obstinación por salvarlo que cuando recibió la primera cuenta para la operación a la pierna de Raúl, seiscientos mil intis (eran los tiempos de Alan García) pidió el apoyo de todos los vecinos, que por cierto, la apoyaron hasta el cansancio; Iraida se puso a vender mazamorra y dulces de leche, picarones y postres diversos; Chacaltana apoyó en la pollada más numerosa que haya en el recuerdo de esos días: fueron más de quinientas tarjetas repartidas las que se separaron para el gran día. La enorme pampa que servía de patio para los niños de Víctor Raúl haya de la Torre fue el escenario de tamaña actividad; fue tan concurrida, que ni las amistades más impensadas acudieron al llamado de esa mujer que solo sabía sufrir. Incluso, ella –con ayuda de varias vecinas- llevó las polladas hasta el barrio que la vio crecer en Lima: La urbanización El Milagro. Aquella noche ella se emocionó al ver tanto dinero junto; habían recaudado casi el triple de lo que necesitaban para la primera operación. Jamás le dio mal uso al dinero; colocó el monto total en una cuenta y fue retirando según las necesidades de su esposo. Duró muy poco para lo que se gastó en esos meses.
Él respondía solo con golpes bajos que fueron acabando con el amor más puro de aquella mujer enamorada que intentó hasta el último momento despertar sentimientos que jamás halló en él.
Él no perdonaba, siempre era tosco y descortés, agresivo y corrosivo. Andrea recuerda con mucha frescura, esos momentos en que él fue destruyendo el amor que le tenía.
Recuerdo muy bien –cuenta ella- cuando le llevaba su comida desde Víctor Raúl hasta el hospital Carrión; me tomaba casi dos horas para llegar, así que envolvía bien las portaviandas para conservar el calor de los alimentos. Aquella tarde, él me dijo que no le gustaba lo que le llevé y me dolió tanto que le entregué todo a un desconocido de la cama contigua. Luego, generalmente lo encontraba molesto, irritado y me hacía sentir mal con sus frases burlonas, sarcásticas; así es que un día decidí no visitarlo más y le dije –delante de su madre- que no regresaría más al hospital. Cogí mis cosas y salí del lugar con un dolor tan fuerte como un cuchillo clavado en el centro de mi corazón; pero no podía pues, era mi esposo y no sé si por pena a él o a mí, regresé a las pocas semanas, eso si, aclarándole que solo lo hacía por generosidad al padre de mis hijos. A Raúl nunca le interesó eso, jamás agradeció tanto amor ofrendado sin el más mínimo reclamo de reciprocidad.
Pero, eso terminó matando el amor y a Andrea. Por eso, no fue rara la actitud de aquella mujer harta de tanto desamor y cansada de un hombre que siempre resultaba siendo la víctima en todo.
Eso explicaba su actitud; agresiva como nunca se le vio jamás, derramó toda su ira y rabia –contendidas por años- e hizo sentir tan mal al pobre hombre que nuevamente terminó dándole lástima: pero, esta vez era solo eso, ya no había amor, ya no pasión, tan solo eso, lastimera compasión por un hombre que terminaría sus días solo y en la más completa orfandad conyugal.
Ja ja ja. ahora que recuerdo,exclama Jimy cuando el viejo empezó a golpearse contra el auto y no sé de dónde sacó fuerzas mi mamá, Kenson y Hamilton salieron corriendo y gritando: el loco, el loco. Yo me había quedado atrapado en el parachoques del auto y lo que no sabe el viejo es que quedé atrapado por travieso; como aquella vez que casi me mata el camión platanero, ¿te cuerdas viejita? Mmmmmm creo que ya se durmió. Bueno mañana que esté despierta te contaré como fue eso.

lunes, 7 de julio de 2008

GOLPES BAJOS (primera parte)

…Hay golpes en la vida, tan fuertes…Yo no sé!
(César Vallejo)


Cuando empezó a golpearse contra el auto, todos se asustaron pues temían que su pierna izquierda recién operada y atravesada con tres gruesos fierros y soldaduras de platino pudieran dañarlo más de lo que ya estaba. Se volvió loco, le daba de cabezazos al auto y gritaba desconsolado culpándose por algo que jamás fue responsable.
La depresión había capturado el alma de José Raúl. Estaba en cama producto del trágico accidente que lo postró por varios meses enyesado en un hospital, cuando empezaba a recuperarse de la operación a la pierna (que había quedado fracturada y partida en dos) tropezó en los servicios higiénicos del Hospital Daniel A. Carrión y terminó seis meses más en cama, Su tragedia era aun mayor: ahora estaba inutilizado, con sondas que reemplazaban a sus uréteres, los fierros atravesados en su pierna, sin poder trabajar y en el más completo abandono físico y moral por parte de sus más entrañables amigos. Ese año falleció su madre. Pareciera que alguien escribió sobre su cama:
“yo nací un día
Que Dios estuvo enfermo”

Nada fue igual después de su accidente. El 23 de diciembre de mil novecientos ochenta y dos marcó el inicio de su postración y abandono. Cuando los médicos lo revisaron, coincidieron que solo un milagro lo salvaría. Tuvieron que enyesarlo casi por completo, tenía fracturado desde el cráneo hasta las costillas; la tibia y el peroné izquierdo se habían quebrado y astillado completamente; los uréteres estaban destruidos y no servirían más. Fue un milagro. No sabe como, pero terminó en manos de los galenos del Hospital Carrión del Callao. Luego de varias operaciones, su cuerpo empezó a recuperarse. Pero, la desesperación de un hombre por ver la calle, hizo que se emocionara demasiado: Se levantó de la cama, dio unos pasos, vio que su cuerpo podía resistir su peso, dio algunos saltitos con las muletas, se sintió mucho más seguro y avanzó al baño. La radio portátil que llevaba pasaba una melodía premonitoria.
“todo tiene su final,
Nada dura para siempre…”


Solo fueron unos segundos, fatales, lentos, dolorosos, pero solo segundos. Resbaló, cayó y se quebró nuevamente la pierna. La sangre salía de su pierna con una fuerza tal que podría haber dicho que no quería estar en su cuerpo; los huesos y el injerto colocado se quebraron. Fue intervenido nuevamente, esta vez con incrustación de fierros y platinos con pernos para asegurar bien los huesos. Así estaría por los próximos dos años. Así salió a su casa, totalmente abatido, destrizado emocionalmente, a un hogar que ya no era suyo, a una familia que ya no lo aceptaría, a una madre que pronto partiría.
Cada mañana, ante la ausencia de una enfermera, Andrea cambiaba la sonda y colocaba otra en segundos por el riesgo de que se cerrase el orificio en carne viva que tenía Raúl a unos centímetros de su ombligo. Con una extraña calma, le quitaba las gasas de la pierna, limpiaba las heridas con los medicamentos que le habían recetado, colocaba nuevos vendajes y cerraba con sumo cuidado para evitarle dolores innecesarios. Esa fue su rutina durante dos interminables años. Años que terminaron cansando a Andrea por cargar con los castigos y penas de un hombre que jamás le correspondió el afecto brindado hasta ese momento. Para entonces, cada vez que podía, ella le reprochaba el abandono de su familia y el desgano que él mostraba para seguir viviendo. Esa fue la razón para que aquel fatídico día él se golpeara de manera tan descontrolada.
Jimy, el menor de sus cuatro hijos, estaba jugando en la calle, junto a otros amiguitos que compartían la alegría de la tarde de ese veraniego año. Amador, hermano mayor de José Raúl, se retiraba luego de haberlo visitado, subió a su Volkswagen , encendió el motor y dio marcha al vehículo. Los niños se cogieron del parachoques posterior y avanzaron unos metros para luego soltarse antes de ser arrastrados. Jimy no pudo. Sus prendas se habían enganchado en uno de los extremos del metálico parachoques. Fue arrastrado unos metros, los vecinos empezaron a gritar al conductor para que se detuviera antes de matar a la criatura. Amador, se detuvo, soltó a su sobrino, le dio un golpe en la nuca y empezó a gritarle por la irresponsabilidad cometida.
Fue suficiente para Andrea. Loas vecinos la pusieron al tanto de lo ocurrido, ingresó a la casa, insultó a Raúl con la ira que había contenido desde hace años, descargó la rabia de una mujer que ya no soportaba más a un hombre que había perdido la esperanza en si mismo.
-Maldito, para eso nomás viene tu familia. No se conforman con dejarme a su enfermo, ahora quieren matar a mis hijos.
-Andrea, cálmate, Amador no se habrá dado cuenta, ¿Qué tienes? ¿cómo crees que va a matar a su sobrino?
-Tú que sabes, lo has visto. Arrastro a tu hijo casi una cuadra, tiene las piernas y los brazos raspados. ¿Tú lo vas a curar? Ah. Dime, dime!
-¿te volviste loca? Cállate que la gente no tiene que enterarse.
-Acaso tú me das para la medicina. Tu hermano trae los medicamentos que necesitas. Estoy harta de todos esto, no los quiero ver por acá porque les rompo la cabeza. Solo me traen problemas. Lo único que sabe tu familia es joderme la vida, eso es lo único que me han hecho hasta ahora. Los odio, los odio.
Fue suficiente. Raúl, impotente, confundido, empezó a patear el auto Opel que tenía en su cochera, empezó a darle de cabezazos a la parrilla del auto, a lanzar puñetes a los vidrios de la puerta delantera.
Andrea, se indignó aun más.

domingo, 15 de junio de 2008

PEQUEÑAS MARCAS (segunda parte)

Andrea salió a abrir la puerta.
Yeny Se había desmayado hacía varios minutos. Tenía un poco de algodón con alcohol empapando su nariz, alguna tapa de olla que apareció por ahí agitándose para darle aire y toda una procesión de vecinos que –imaginando lo peor- acompañaban el cuerpecito indefenso de la niña marcada por el infortunio.
Definitivamente, la tragedia rondaba en la casa de la señora Andrea. Era la mala suerte, la maldición de la loca, sus hijos estaban pagando lo que su padre había hecho. Así es el destino pues, todo se paga en esta vida. Los hijos sufren por las acciones de los padres. Lo que tus padres hayan sembrado, tú cosecharás. Y vaya que José Raúl había sembrado harto, pero pura hierba mala, puro pasto para animales. Ahora, los hijos pagaban las culpas ajenas.
Ahí estaba ella. Entre los brazos de Jaime Leyva, hijo de Macaria. Ingresaron a la casa. El silencio inicial se rompió con las palabras de Yeny.
-¡mami, me duele mi cabeza!
-¡ya despertó, ya despertó!
-¡mami, quiero vomitar!
-¡traigan un recipiente, una vasija. Traigan algo, pronto!
Así eran los vecinos de este barrio. Todos miraban estupefactos a la familia de Andrea. La fortaleza que tenían para levantarse. Era sorprendente, como esta mujer sola podía criar a cuatro hijos (sin contar que pronto se haría cargo de su hermano Guillermo y del accidentado Raúl quien fuera atropellado en la navidad de 1982)
La felicidad le parecía esquiva a Yeny. Extrañó a su padre por varios meses; ahora que había regresado, lo tendría postrado en una cama y casi invalido y cascarrabias por sentirse completamente inútil; en unos años, nuevamente serían nuevamente separados por la incapacidad paternal para asumir su ficción de cabeza de familia. Pero ella no entendía nada de eso, solo quería a su padre y punto. No se diga más. Total, toda hija se pega más al padre, ¿verdad?.
-Oye Enrique ¿y eso que tiene que ver con el accidente de tu hermana?
-Ah, cierto, lo olvidaba.
Yeny nos contó que mientras jugaba a las chapadas con Kelly y Chaqueta (una niña muy simpática cuyo nombre revelaré más adelante), empezó a pensar en su padre. Recordó aquella tarde que los llevó a comer pollo a la brasa, aquella otra vez que fueron al chifa y su hermanito Jimy pidió una sopa llamada “chifú chifú” (era un niñito pues, la sopa era Fuchi Fu), evocó aquella mañana imborrable del parque de las leyendas, cuando Raúl les compró dulces y pelotitas mientras paseaban y el travieso de Johni hizo que la de Jimy se fuera hacia la zona de los rinocerontes. Es que era un travieso pues.
-¿y?
-Lo siento, pero eso contó ella pues.
Mientras Yeny recordaba esos días de felicidad, no se percató que sus pasadores se habían soltado. Siguió corriendo. Fueron solo instantes de suspensión mental. Fracción de segundos que culminó con un sonoro golpe en el piso de tierra y piedras menudas.
Kelly gritó: ¡ahora la lleva Yeny!, ¡corran, corran!
-Ya pues hermano, me estas dando muchas vueltas ah. Creo que es todo por esta noche, regreso mañana.
-¡No, espera! Aquí termino
Mi hermana dio algunos pasos. Serían cuatro o cinco. Uno de sus pies pisó el pasador, trabando su persecución. Su delgado cuerpo fue cayendo lentamente ante la atónita mirada de sus amiguitas, el desesperado intento de Kelly por cogerla y el alboroto de dos vecinas que vieron la espectacular caída. Al trabarse sus pies (y sin posibilidad de reaccionar) cayó casi recta y firme, como una varita, directo al suelo. Su carita terminó estampada en el polvo, su frentecita impactó en una piedra que terminó marcándole una línea de dos centímetros y sus manitos –que tampoco reaccionaron- terminaron dobladas y escondidas entre el cuerpo y el suelo. Se había desmayado. No sé si del golpe, so sé si dela vergüenza; lo que si sé –porque ella me lo contó – es que mientras caía al suelo iba pensando en la paliza que le daría su madre por no haberse atado los pasadores. Afortunadamente, las vecinas ayudaron, culparon al destino, al infortunio, en fin; el resto, ya lo conoces.
-Ahora si, hasta mañana
-Hasta mañana Enrique.

domingo, 1 de junio de 2008

PEQUEÑAS MARCAS (primera parte)

- Mami, menos mal que saqué un azulito, mire mi libreta mi profesor me ha puesto casi todo con rojito, mami.
Esa era Yeny, hermana de Enrique (tercera hija de José y Andrea). Ella era menudita, de carita casi redonda y con una sonrisita pícara que la acompañó hasta la adolescencia. A ella también le había afectado lo ocurrido con su padre; pero de manera muy especial: se volvió más despistada, empezó a crear un mundo de niña del cual nunca logró salir (o no ha querido salir), empezó a dormir demasiado, tenía muy pocas amiguitas de su edad, terminó repitiendo el año escolar.
Por esos días Yeny había construido un mundo particularmente atractivo, al que invitaba a jugar a sus hermanos de vez en cuando: tenía un televisor de colores, un equipo de sonido del año, un muñeco Pepe original, un juego de cocina que su papito le había traído solo para ella y por eso nuca lo sacaba (como que nunca mostró su televisor ni su equipo porque su mamá se molestaba si hacía ingresar a sus amigas). Cuando su padre abandonó el hogar, le costó aceptarlo (solo tenía seis años) y hasta sus quince años no quiso aceptar la responsabilidad de su padre. Cuando él regresó a finales de mil novecientos ochenta y dos, sus ojitos recobraron el brillo de niña que la acompañaba, su coquetería femenina y su vivacidad de barrio ocuparon el lugar que le correspondían: Yeny había vuelto; sin embargo, el accidente que postró en cama a su padre durante los próximos tres años la hundieron más en su paraíso perdido.
- ¿han visto a Yeny? Interrogó Andrea a sus hijos en uno de esos días de desorden total en el barrio.
- Yo la vi durmiendo- respondió Johni – creo que está en la cama.
No era raro que desapareciera así, pero esa tarde Andrea estaba muy tensa y mostraba su preocupación al no ver a su hija en casa.
- ¡Se ha escapado, mi hija se ha escapado!. Esta niña loca a donde puede haberse ido.
- Mami, yo la vi jugando en el cuarto. Voy a ver.
No estaba. Había desaparecido en unos instantes y la tarde ya empezaba a caer con el manto de incertidumbre en la jefa de la casa. Los hermanitos desesperados seguían llamándola por todos los rincones de la casa y nada. Ella no estaba.
- ¡Yeny!, ¡Yeeeeeeeeeeeeenyyyyyyyyyyyyyyyy!
- ¡Chulaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaa! (así la habían bautizado por ser tan linda, decía su madre)
La aparición de José Raúl fue casi providencial. Por esos días (aun sano) había recuperado el trabajo de distribuidor de la empresa Pilsen Callao y pasaba por la casa conduciendo un camión repartidor.
- Raúl, tu hija se ha perdido. No la encontramos desde hace buen rato.
- Carajo, como se va a perder si todo el mundo la conoce en el barrio.
- Pero no está pues. Ya la buscamos y nada.
- ¡Yeny!, ¡hijita te he traído unos dulces!, Yeeeeeeeeeeeenyyyyyyyyyyyyyyyy!
Enterados los vecinos, organizaron una brigada de búsqueda para peinar toda la cuadra y al grito de Yeny, partieron en su búsqueda. Raúl ingresó a la casa y recorrió cada rincón de ella sin mayor fortuna, ingresó al cuarto, revolvió las frazadas, volteó las colchas. Nada, la tierra se la había tragado.
- ¡pobre del pendejo que me haya escondido a mi hija, le saco la mierda! Empezó a gritar Raúl dando signos de desesperación y al borde de las lágrimas.
- ¡Vamos a la comisaría! Sugirió la vecina Macaria Blácido. La policía tiene que ayudarnos a buscarla.
Raúl salió de la casa, apresurado y con rumbo a la delegación policial de Tahuantinsuyo. Ahí tenía un amigo que podría apoyarlo.
De repente, se oyó una voz muy débil que salía de algún rincón.
- ¡Papi!, ¡Papito! ¿has venido a verme? se escuchó con más claridad.
- ¡hijita, dónde estás?.
Yeny nunca salió de la casa. Toda la tarde estuvo en ella. Tenía la costumbre de dormir totalmente cubierta con las colchas y seguramente cuando ingresaron a buscarla, en lugar de sacar las telas y frazadas, terminaron envolviéndola aun más. Lo que no quedó claro aquella vez, es si con tanto ruido ella realmente no sintió la desesperación de sus padres o –como en muchas ocasiones- se había sumido en ese mundo de fantasías al que solo ella sabía ingresar y salir.
Así era ella pues, así era la chula. Pero eso fue solo un sustito comparado con lo que le pasó en la víspera del cumpleaños de su madre.
- ¡Tu hija!, ¡Andrea, tu hija! Gritaba eufórica Macaria desde la calle. Andrea no había terminado de desayunar aquella mañana y no se atrevió a salir. Solo vió por una rendija que traían a Yeny descalza, con el cabello totalmente desordenado y en un estado de inconsciencia fúnebre.
- ¡Yeny, Yeny! Gritaban algunos vecinos.
Andrea se dirigió a abrir la puerta.

domingo, 18 de mayo de 2008

MALDITO ALAN GARCÍA (segunda parte)

Él solo atinó a correr.
- Pendejo de mierda, gritó Nestor, espera que te agarre.
- Deja tranquilo al mocoso y sigamos la chamba cumpa, le dijo Chacaltana.
- Pendejo, con cara de idiota, pendejo.
- Ya, ya, vamos a terminar la chamba.
Enrique no pudo dormir esa noche. ¿qué pasaría ahora?, ¿Cómo haría para ver a Janeth?. La palomillada de Betto le había fregado todo. Maldito caballo loco, maldito Alan garcía carajo. No, esto no podía acabar con su ilusión, solo era cuestión de pensar en algo, pero ¿qué haría cambiar de actitud a ese ogro? Era un hecho que mañana vendría a quejarse con su madre y hasta le gritaría seguro. Pero alguna solución debe aparecer. Algo, siempre hay una salida. ¡Ya está!, era fácil. Enrique tendría que disculparse mañana temprano, antes que Nestor salga a taxear. Solo eso, un poco de valor, mucha firmeza y con la verdad por delante ¿y echarse a Betto? Pues algo más tendría que pensar. ¿y si le contara a su madre? De repente ella podría ir a disculparlo ante el vecino furioso y así salvaría su situación. ¡Qué dilema!
Al amanecer, Enrique seguía meditando que haría. Finalmente, se levantó, aprovechando que su madre salía todas las mañanas a hacer las compras al mercado de Caquetá, iría a la casa de Nestor Pinto. Iba temblando, sus manos no paraban de transpirar dentro de los bolsillos del pantalón negro que llevaba puesto. Su chompa escolar marcaba esa figura delgada que lo acompañaría por muchos años. casi por instinto, cruzó la calle, tocó la puerta y enmudeció esperando lo peor.
- ¿quién es? Gritó Nestor.
- yo, vecino, dijo apenas con voz quebrada y muy tenue.
- ¿quién es? gritó más fuerte.
- Yo, vecino. Enrique, el hijo de la señora Andrea.
la puerta se abrió casi de golpe, lanzando una ráfaga de viento sobre el cuerpo tembloroso del niño. un rostro entre furioso y somnoliento apareció en el umbral.
- ¿qué quieres carajo?
-
- Habla pues que no tengo todo el día.
- Vecino, yo quería pedirle disculpas por lo de anoche. Le aseguro que no fui yo, lo que pasa...
- mocoso de mierda, ¿para eso me sacas de la casa a esta hora?
- Es que no fui yo. Usted piensa que yo malogré los afiches y le aseguro...
- Mira hijo, ayer regresó Betto y contó su palomillada. ya hablé con su viejo para que no haga eso otra vez. Se me pasó la mano contigo, debí preguntar primero, pero hacen cada cosa ustedes.
- ¿Ya no está molesto conmigo?
- No hijo, fue la cólera del momento. Por cierto ¿cómo esta tu viejo ah?, hace días que no lo veo.
- Está mejor. Uno de estos días le sacan los fierros y los platinos que le pusieron hace un año. Se queja mucho. Creo que no ha quedado bien porque cojea demasiado, sabe.
- pobre Raúl, pensar que sus pendejadas las está pagando juntitas con su accidente. Bueno, vaya a su casa que tengo que ir a trabajar.
- Gracias vecino.
- Ah, oye, dice mi mujer que vengas por la noche para que te pruebes unas camisas que tiene para ti.
La sonrisa que cubría el rostro de Enrique era indescriptible, de seguro que ninguna cámara fotográfica hubiese captado la expresividad de su rostro, los rasgos de alegría y el brillo que chispeaba de sus ojos al recordar el dialogo que le abrió la esperanza de acercarse más a la hija de Nestor.
Era un día espléndido. No había brillo solar pero era espléndido. Jamás olvidaría esta conversación, jamás. De camino a casa, cruzaron por su mente mil y una oraciones que utilizaría esa noche en casa de la familia Pinto Atocsa. la calle polvorienta y pedregosa era mudo testigo de sus ideas, de su alegría, de esa vitalidad que había inyectado el hasta entonces ogro Nestor Pinto. llegó a casa, preparó el desayuno para su tres hermanos, alistó la carretilla con la que esperaba a su madre todos los días, subió presuroso la cumbre rumbo al paradero de la ruta payet. Su madre se extrañó con él, siempre paraba amargo y le molestaba esperar más de la cuenta, y ahora ¿se transformó el muchacho?. Todo el día estuvo así.
Al caer la noche, sin decirle nada a su madre, se alistaba para ir a casa de la señora Iraida Atocsa. Pero no sería necesario que vea el momento adecuado pues este había llegado sin previo aviso. Tres golpes suaves sobre la puerta de lata y cartón de la casa hicieron que Andrea salga a la puerta. Desde su cuarto, Enrique escuchó la conversación.
- Señora, buenas noches.
- Hola Janteh, dime, porque tocas?
- Dice mi mamá que vaya con su hijo para que le pruebe las camisas que le ofreció en la mañana.
- Este muchacho, que hará pidiendo cosas.
- No vecina, es que mi mamá estaba vendiendo y como le quedaron esas, se las va a dar.
- Enrique -llamó su madre- Enrique, te llama Janeth. Apura que te esperan.
Enrique no quiso salir. Había pensado en todo, menos en que ella misma vendría a llamarlo. Pero ahí estaba. Era hermosa. La noche le marcaba una silueta más bella aun; la brisa suave de la noche jugaba con su larga cabellera y el suelo polvoriento de daba esa imagen de diosa. Él, era un hombrecito enamorado que jamás supo decirle de frente cuanto amor guardó en su pecho. Esa noche marcó la imagen de su primer amor, su amor platónico. Nunca lo contó, pero así empezó todo. Dos años después, le declararía su amor mediante una carta.

domingo, 4 de mayo de 2008

MALDITO ALAN GARCÍA (primera parte)

“Mi compromiso es con el Perú y con todos los peruanos”
Alan García Pérez (elecciones de 1985)

Enrique había terminado el quinto grado de primaria y vivía su primera experiencia política en el barrio de Víctor Raúl Haya de la Torre. Johni, Liseth, Pachín eran rabanitos (así les decían por esos años a los izquierdistas) y Ninsa, Joel, Betto, Yaneth, Yeny, eran búfalos apristas. Él también se sentía búfalo. No era para menos, integraba la CHAP (Chicos Apristas Peruanos) y hasta había recibido clases de oratoria de los mismísimos compañeros Luis Alva y Mercedes Cabanillas. Era cosa de todos los días ver a estos niños peleando y hasta golpeándose por sus candidatos a la presidencia: Apristas e Izquierdistas, Alanistas y barrantistas. Era cosa de locos.
Enrique se había acercado demasiado, estaba muy involucrado; incluso, llegó a salir por las noches a hacer pintas para el compañero García. La razón de tamaña locura: una compañerita, esa era la razón, una niña aprista lo estaba enmarañando entre el mundo de la campaña electoral y el de su corazón. Era Yaneth Pinto.
Yaneth era impresionante. Tenía cabellos largos hasta las caderas, sonrisa de niña que rompía cualquier alma petrea, sus ojos eran enormes cristales que hacían viajar hacia lo desconocido, su piel tostadita y lozana era de otro mundo; ah, y esos labios, esos labios (los que nunca fueron de Enrique). Así era ella; pero, tenía un ogro al costado, una bestia enorme que sacudía cualquier fantasía con ella, animal difícil de sortear, sabueso dispuesto a matar al primero que la tocase: era Nestor Pinto, era su padre, hombre corpulento y enorme de manos toscas y gruesas, de voz ronca e intimidante, de mirada maliciosa y desafiante. La madre era distinta. Era coqueta, risueña, tenía estilo para hablar, gestos curiosos para decir las cosas; eso sí, fue la mujer más pretenciosa que Enrique conoció en este barrio. Era Iraida Atocsa López, la madre del amor imposible a quien por cierto tampoco le caía bien.
Igual había que arriesgar y lo hizo, Enrique se metió a la CHAP, se puso a repartir volantes, salió a pintar paredes; todo cuanto fue posible para ganarse la confianza de Nestor Pinto. Nunca lo logró pero le quedó el consuelo de tenerla cerca y contemplarla por algunos segundos cada vez que podía. Las tardes de diciembre de 1984 grabaron los acontecimientos más controvertidos de su vida pues terminó confundido entre el primer amor, su filiación a una agrupación política, los atentados terroristas de Sendero Luminoso y una de esas navidades extrañas que nos tocan vivir.

-¡Viva el APRA compañeros, viva la alianza popular!
-Carajo no se burlen del partido. Al primer pendejo lo saco a patadas.
-Pero vecino solo estamos cantando.
-No me jodan. No quiero pendejos en el partido.
-Será su partido seguro.
-¿Quién fue? Hablen mocosos de mierda.
-Pero vecino.
-Se joden porque los agarro a patadas a todos. ¿Quién fue?
-Fue Betto, fue Betto.
-Maricón de mierda, lárgate a tu casa antes que te reviente a golpes. Ni te quejes con tu viejo porque te jodes conmigo.
Así era Nestor Pinto. Grosero, agresivo, intimidante. A Enrique le fue peor. Esa noche Betto de puro gracioso había pintado algunos afiches con el rostro de Alan García pero con bigotes, sin dientes y con cuernos. Cuando se retiró se los entregó a Enrique. Apenas habían caminado un par de cuadras y le pidieron los afiches para pegarlos. El rostro de Nestor era indescriptible,sus ojos estallaron en fuego, sus enormes manos estrujaron los pliegos que cogió; las piernas de Enrique ya no tenían estabilidad, sus manos pequeñas empezaron a transpirar, su corazón parecía salir por la boca, sus ojitos se llenaron de lágrimas. Todos quedaron enmudecidos esperando el desenlace...

sábado, 19 de abril de 2008

JUEGOS INOCENTES (2ª parte)

Andrea estaba almorzando con su hermano Guillermo cuando oyó los gritos. Pensó lo peor. Cuando sintió el tumulto en la calle, solo atinó a mirar por una de las rendijas de su estera hacia la calle. Uno de los vecinos traía a Enrique entre sus brazos. Ya no quiso salir. Sintió un dolor muy fuerte en el pecho, se le hizo un nudo enorme en la garganta, empezó a transpirar y la respiración entrecortada afectaba más sus movimientos hacia la mesa. Solo pensó en sentarse para la peor noticia que una madre podía recibir. No lloró, apenas atinó a exhalar y liberar un tenue gemido, solo eso.
Un tumultuoso grupo de niños acompañaba en cortejo. Enrique estaba inconsciente. Walter Mayurí aun no entendía lo que había hecho y solo atinaba a defenderse de los golpes que le propinaban algunos niños. Merardo Huamán –uno de los vecinos de Andrea – llevó el cuerpo del menor hasta su cama. Se sentía una débil respiración y se podían ver algunas gotitas de sudor en la frente de quien nunca más sería el hombre increíble.
Algunos minutos después, despertó Enrique; confundido por la gente que lo rodeaba, empezó a gemir y derramar algunas lágrimas mientras oía a Pachín decir:
-Tranquilo amiguito, ya pasó todo. Estas vivo de milagro.
-Vaya a denunciar a ese mocoso maldito. No pierda tiempo señora, decían algunos vecinos.
-Como es posible que haya hecho eso. Vaya a reclamarle a su mamá, gritaban las más eufóricas.
Andrea no tenía cabeza para esas cosas. Desde que se accidentó José Raúl, ella se hizo cargo de sus cuatro hijos y andar en pleitos con los vecinos no era lo suyo. Siempre decía que había que tratar bien a todos pues a ellos les debían mucho más de lo que imaginaban sus hijos. Cada vez que podía, los sentaba a conversar y hacerles recordar que desde Macaría Blácido hasta Iraida Atocsa se habían convertido en algo así como una gran familia por la protección que les brindaban. Las veces que habían riñas en la calle, ella prefería no salir y esperar a que se calmen las cosas. En aquella oportunidad no cambió de actitud, aun cuando su hijo casi muere en ese juego inocente.
Fue la presión la que movió sus pies hacia la casa de la familia Mayurí. Habló con la madre de Walter y terminó disculpándose por lo acontecido. La señora Mayurí reconoció la gravedad del asunto y se comprometió en enviar algunos medicamentos para paliar el daño.
Enrique tenía una especie de cinturón rojo en el cuello, pronto se formaría un collar de cicatriz tan grueso que se notaría a simple vista. ¿Ahora?, ¿Cómo iría a la escuela el lunes?. ¿Qué le diría su profesora Esparta de Livonni?. No tuvo mejor idea que llevar la chompa de colegio al cuello para cubrir la travesura inocente de sus once años.
Las chompas escolares de entonces eran plomas; la suya, además, era delgada, decolorada por el uso y con algunos hilos saliendo de la forma original denotando un desgaste que pedía reemplazo inmediato. Los tiempos no eran muy buenos para ello, así es que habría que esperar a que llegue algún dinerito y se pueda cambiar (pensaba Enrique, como dándose aliento cada vez que la observaba con esa mirada lúgubre que ya empezaba a apoderarse de su rostro aderezado por esos ojitos cargados de melancolía -mezclada con la rabia de no tener un papá como los demás niños de sus barrio o su escuela - y atizonada por sus cabellos negros, lacios y tercos como el carácter que pronto envolvería su adolescencia)
Llegó el lunes. Tocaron la campana para el recreo y la profesora Esparta se percató que Enrique tenía la chompa al cuello con las mangas envolviéndose cual serpientes sobre su presa.
-Paz, póngase la chompa, ordenó la maestra.
-Tengo calor señorita, respondió temeroso el menor.
-Pangase la chompa o se la pongo yo.
-Es que tengo mucho calor señorita.
-¿y de cuando acá usted me desobedece?, venga a mi escritorio ahora.
La profesora Esparata de Livonni no conocía muy bien el caso familiar de Enrique pero quería conversar con Andrea por los cambios que había notado en el menor. Sus notas habían bajado al punto de obtener promedios menores a diez, fue descubierto rompiendo un examen con baja calificación, era suficiente para llamar a la madre. Sin embargo, jamás pensó encontrarse con semejante situación.
-Esta madre abusiva, ahora me va a conocer. Como va a hacerte esto. Solo porque jalaste en dos o tres exámenes. ¡Eso no!. Regresas de inmediato a tu casa y vuelves con tu madre. La meto presa si es posible.
-No señorita, yo me hice esto jugando, un amigo me colgó con una cuerda.
-Claro, hasta te ha dicho lo que debes decir. Mala madre, encima te enseña a mentir. ¡Lo siento Paz, vaya su casa y vuelva con su madre que yo le voy a enseñar a ser mujer y madre!
Enrique partió a su casa. Bajó por la calle asfaltada que caminaba todos los días, llegó a la esquina del cerco que marcaba el lindero de la Urbanización Víctor Raúl Haya de la Torre, corrió presuroso por la pendiente que lo llevaba a su sector. La tiendita de su casa ya estaba abierta y Andrea se aprestaba a alistar los condimentos que vendería esa mañana. Enrique le explicó lo sucedido y no tuvo más remedio que acudir al colegio.
La profesora Esparta estaba indignada. Al ver a Andrea le llamó la atención y amenazó con denunciarla por tremendo castigo propinado a su hijo. Ella, empezó a llorar delante de su hijo. Le contó todo. La ausencia de su padre lo estaba minando, su alegría de niño se estaba perdiendo, su aplicado rendimiento académico ya no era el mismo. Pero ella jamás le haría eso a su hijo. Les ponía la mano, les daba con la correa, les jalaba las orejas, pero eso jamás. Terminaron llorando las dos. Andrea descargo, después de varios años, toda la pena contendía por tanta desgracia empecinada en convivir en su hogar. La profesora contemplaba desconcertada a la mujer que con voluntad férrea luchaba contra su propio destino para sacar adelante a cuatro hijos. Pero igual, no creía la historia del juego. Andrea ofreció llevar a la madre del menor para confirma la historia. Así fue, llegaron Walter y su madre al colegio; pero, de nada sirvió pues la profesora pensó que se habían puesto de acuerdo para salvar la responsabilidad de la madre.
-¿ y usted que dijo , entre las dos la engañamos?. No señora, usted me demuestra que es inocente o la denuncio.
-Profesora, ya le conté lo ocurrido. Debe creerme.
-Como cree. O sea que usted descarga todos sus problemas en el pobre niño. ¿qué culpa tiene él de su fracaso con su esposo? ¿qué sabe él de problemas? Nada. Quiero pruebas. Tiene todo el día de hoy para demostrarme que no fue usted. Y si fue este niño que ha traído lo denuncia o me va a conocer.
Fue entonces que Walter, su madre y Andrea caminaron hacia la comisaria de Tahuantinsuyo para sentar la denuncia. El parte policial registró la agresión de un menor de edad de nombre Walter Mayurí al menor Enrique Paz por jugar al Increíble Hulk. Se ordenó el examen de rigor y el seguimiento al menor para ver conductas agresivas. Walter fue supervisado por efectivos policiales durante seis meses, Enrique nunca más volvió a jugar al Hombre Increíble. ¿Andrea?, ella hasta ahora se pregunta porque no reaccionó el día que casi matan a su hijo.

domingo, 6 de abril de 2008

JUEGOS INOCENTES

Eran los días de juegos inocentes. El barrio de Towsend Escurra (nombre aprista de la después bautizada manzana X de la calle M) era el centro de operaciones de los más bulliciosos y entretenidos juegos de toda la urbanización. Eran los días de Walter, Betto, Joel, Ninsa, Jenny, Yaneth, Pachín, Nilo, Kenson, Hamilton, Danny y no sé cuantos niños más que –sin saberlo- consiguieron que los problemas de Enrique y sus hermanos pasen a mejor vida.
Para mil novecientos ochenta y tres estaban de moda en el barrio “El llanero solitario”, “Sankukay”, “el hombre araña”, Los super amigos”, “la mujer maravilla” y el más recordado de todos: “El increíble Hulk”. El caballo del llanero era un palo de escoba que cabalgaba a buen pie, las flechas de los combates salían de las cañas y restos de carrizos extraídos de las esteras viejas, la telaraña del arácnido salía de los ovillos de lana que alguna madre perdía extrañamente y luego encontraba enmarañada entre las casas vecinas, el anillo de los gemelos fantásticos era de papel, el avión invisible de la mujer maravilla estaba en la imaginación de cada uno de los actores que acompañaban las épicas tramas que cada uno diseñaba. De cuando en cuando las madres terminaban estupefactas y anonadadas por la vehemencia y la marcada imaginación de sus hijos para recrear cada escenario y trasladarse a los capítulos más fantásticos que jamás pantalla alguna haya visto. En el barrio ya tenían un espacio ideal. Pasando la del señor Lara habían unas enromes rocas que se convertían en naves interplanetarias, en monstruos contra los que había que luchar; el pequeño acantilado que tenían frente a sus casas ere perfecto para las grandes batallas intergalácticas; pero, si se trataba del Hulk, las mejores locaciones estaban entre las casas.
El increíble hombre verde podía romper muros, levantar rocas inmensas, lanzar a los intrépidos enemigos a metros de distancia, destrozar las más férrea cadena; sin embargo para disfrutar de estos actos impresionantes, debían despertar la furia del médico.
Enrique solía jugar con mucha frecuencia junto a sus hermanos, pero rehuía al papel principal, hasta que aquel día Walter Mayurí lo convenció.
Vamos calaverita – le dijo- esta vez tú serás el doctor.
Mejor no –respondió Enrique- ya me voy a almorzar.
No seas maricón, jugamos un rato y te vas.
Era la hora del almuerzo, la calle casi solitaria sería testigo del juego más recordado durante los próximos años. Los niños jamás contaron como se produjo el accidente, pero hasta hoy recuerdan como terminó todo.
Los niños repartieron los papeles, Enrique sería el doctor David Banner, Walter sería el personaje malo, Pachín el médico colaborador de Banner, Kenson el oficial que intentaría capturar a Hulk. Todos se trasladaron a una casita de esteras perfecta para la ocasión. El doctor Banner fue provocado, un grupo de delincuentes lo sorprendieron a golpes, cayó al suelo y recibió puntapiés, era el momento, empezaba la transformación. De repente ingresó Walter con un retazo de tela de pantalón hecha tirones y lo colgó de las vigas de la casa. Luego, arrastraron al doctor Banner hacia la parte central de la casa, lo levantaron y colocaron la cuerda alrededor del cuello, lo sujetaron bien y dejaron caer. No se transformaba, los actores gritaban ¡conviértete!, ¡conviértete!, pero nada, ya no respondía. Walter balanceó el cuerpo por un instante, nada. El doctor banner estaba cambiando de color, tenía las manos entre la cuerda que sujetaba su cuello, tratando de zafarse, nada. Se mojó los pantalones, dejó de mover los pies, estaba morado. Por un instante los niños dejaron de gritarle que se convierta en Hulk, retrocedieron como entendiendo lo que ocurría y quedaron enmudecidos. Kenson rompió el silencio, cogió una piedra, la lanzó sobre Walter y empezó a gritar:
- ¡Maldito, maldito! –Decía eufórico- ¡tú lo mataste, tu lo mataste!
- ¡Vecina Andrea, su hijo, su hijo!, empezaron a gritar los niños.
- ¡Lo mataron, lo mataron!
- ¡Tú mataste a mi amigo, tu lo mataste!. ¡Te odio, maldito, te odio!
Enrique estaba suspendido de una gruesa cuerda de pantalón jean, el cuello completamente marcado con un collar rojo sangre, sus brazos cansados por el esfuerzo inútil habían caído rendidos a la altura de sus piernas, tenía los pantalones mojados, sus sandalias habían caído también, los pies desnudos y llenos de tierra ya no se sacudían más.
Andrea estaba almorzando con su hermano Guillermo cuando oyó los gritos. Pensó lo peor. Cuando sintió el tumulto en la calle, solo atinó a mirar por una de las rendijas de su estera hacia la calle. Uno de los vecinos traía a Enrique entre sus brazos. Ya no quiso salir. Sintió un dolor muy fuerte en el pecho, se le hizo un nudo enorme en la garganta, empezó a transpirar y la respiración entrecortada afectaba más sus movimientos hacia la mesa. Solo pensó en sentarse para la peor noticia que una madre podía recibir. No lloró, apenas atinó a exhalar y liberar un tenue gemido, solo eso ... (continuará)

viernes, 21 de marzo de 2008

LA PRIMERA VEZ

Apenas faltaban unos minutos para las ocho de la mañana y Enrique apresuraba a su madre para ingresar al colegio. Era su primer día en la escuela y no podía llegar tarde. Llevaba una camisita blanca de poliseda, pantalón plomo unas medias sintéticas plomas y delgadas, un par de zapatos negros usaditos que Andrea –su madre- había comprado con mucho esfuerzo. Ella llevaba una blusa celeste floreada multicolor, una falda entubada de color azul marino, unos zapatos de taco delgados y con correas que enrrollaban sus delgadas piernas, una cartera de Marroquín negro y un par de delgados ganchos negros que sujetaban su enorme cabellera.
La directora del C.E. 2052 “María Auxiliadora”, la profesora Nora García, empezaba la ceremonia. El sol era radiante esa mañana. Las caritas de niños inocentes y emocionados por asistir al colegio se veían golpeadas por los rayos solares que bronceaban aun más la piel de los escolares expuestos como pedacitos de carne. Eran los primeros días de abril y aun el calor acompañaba las jornadas diarias, en cada formación, de manera religiosa, apresurando a la escolta, correteando a los escolares por todo el patio, obligándolos a refugiarse en las aulas pre fabricadas y con techos de eternit.

-¡Saludo al frente, Saludo!
-¡Con la escolta, de frente, Marchen!

De pronto, Andrea empezó a lagrimar suavemente sobre sus mejillas, su hijo estaba cantando el Himno Nacional del Perú. Era el mayor de cuatro hermanos, debía ser el ejemplo, desde pequeño se lo había dicho, así sería.

-Somos libres, seámoslo siempre,
-Como ha crecido, siento que se separa de mí. Ya es todo un hombrecito. Jamás pensé que lloraría por esto.
-y antes niegue sus luces el sol,
-¿qué será de ti, como te tratará la vida hijo mío? Espero estar siempre a tu lado para apoyarte cundo me necesites.
-que faltemos al voto solemne
-solo ruego para que sea mejor que sus padres. Por lo menos que termine su secundaria. Seguro que llegas lejos, no importa lo que estudies, siento que llegarás lejos.
-que la patria al Eterno elevó.
-¿Cómo haré para mantenerlos?. Son cuatro. ¿Qué me pedirán en su aula? Ojalá que sean pocos útiles. Aunque sea venderé mis gallinitas, pero no dejaré que le falte nada. Nos costará un poco pero lo haremos. Claro que sí.

Enrique, había soñado con ese momento, se sentía grande, sus ojitos brillaban de emoción, sus manitos transpiraban por la alegría de estar en la escuela, miraba de reojo a sus compañeritos y se emocionaba más. Entonaba con más fuerza el Himno Nacional, se sentía más peruano, más importante, más hombre. En cada línea, pasaba por su memoria la imagen de sus primeros años, de los tiempos vividos en la selva, de sus hermanos, de su madre. La miró y se emocionó aun más, ella tenía una extraña sonrisa dibujada en el rostro marcado por las lágrimas. Él elevó su mirada al cielo despejado y se perdió entre sus ideas matinales.

El colegio estaba rodeado por cerros totalmente desnudos, toscos y tenebrosos. Uno de ellos, el más elevado, tenía en la parte media una enorme roca configurada caprichosamente. Parecía una enorme cara, extraña cara con mirada siniestra. Por lo menos así se vio hasta terminar la primaria. Al año ochenta, el colegio solo tenía una dirección con material pre fabricado, un aula para cada grado y estaban construyendo un pabellón con material noble. El patio tenía piso afirmado, el viento ayudaba a levantar el polvo de cuando en cuando. Los cerros formaban una especie de herradura, de brazos que protegían a la escuelita, eran sus barreras naturales, con una puerta enorme de triplay y madreas para la entrada y una capilla a la espalda. Él había cumplido los seis años, era menudito, de cabellos lacios, piel trigueña, ojos de caramelo, largas y pobladas pestañas, callado, serio, siempre taciturno, muy fantasioso y soñador. Ahora, eran uno solo, el colegio y él, serían grandes, un buen complemento, hasta el final, por la victoria, por la gloria, nunca se separarían.

-Mas apenas el grito sagrado
-¡Qué habrá detrás de esos cerros? Seguro que hay un volcán enorme. De repente existen animales enormes, hasta cuevas deben existir seguro.
-!Libertad! en sus costas se oyó,
-A lo mejor, un río torrentoso y un puente colgante -como los de la antigüedad- hecho solo con cuerdas.
-la indolencia de esclavo sacude,
-¿Qué clase de gente vivirá al otro lado? Seguro que hay hombres primitivos como los de la tele. Uno de estos días subiré para ver todo. Espero convencer a alguien más. Iré con Johni, él si me acompaña.
-la humillada cerviz levantó.
-Mi mamá me está mirando. ¡Uf, que calor!, me arde la cara. Siente pena seguro. Yo nunca la voy a dejar. Cuando yo sea mayor, trabajaré en un banco para tener harto dinero y darle lo que ella quiera. Voy a comprarle una casa como la que teníamos en El Milagro. Si le cuento a mis amigos como quemaba el sol en la selva, seguro que no me creen. Le voy a comprar todo nuevo, ya no compraremos cosas usadas. A mi colegio le voy a poner piso y …

Somos libres, seámoslo siempre,
y antes niegue sus luces el sol,
que faltemos al voto solemne
que la patria al Eterno elevó.

sábado, 1 de marzo de 2008

MANO INOCENTE

Era el año de 1983. Ese año no fue bueno para nadie en el barrio. La tristeza y el hambre eran comunes entre las esteras, los plásticos y el polvo de verano que embarraba de cuando en cuando con las lluvias que se burlaban de la escasez de agua.
Fue en ese verano que Johni vivió momentos inolvidables: las vacaciones, la calle, las ventas de chupetes, las visitas forzadas a la familia; y sobre todo, por lo que sus tiernas manitos cogieron con la más sana inocencia de los 7 años.
Johni era el segundo hermano de Enrique. Extrovertido, callejero, experto en trompo y huaraca, busca pleitos. Era el hermano perfecto para un barrio como el de Víctor Raúl Hay de la Torre. Al decir de los tíos, era el palomilla de la familia y la pinta del papá era su mejor presentación.
Fue en esa mañana en que la Loca (así le decían a Leocadia, la esposa de Isidoro Olarte) había amanecido con ganas de fregar a todo el mundo. Sus gritos se oían a través de las paredes de estera hasta la casa de Macaria Blácido.

- que mierda quiere esta gente, joder nada más saben – gritaba Leocadia - Seguro quieren que me robe a sus maridos. Ni me jodan que si quiero me los llevo.

Ella era sí. Se había casado muy joven con Isidoro Olarte y tenía un hijo pequeño aun. No sabía ni arreglarse el cabello cuando llegó al barrio. Isidoro la golpeaba cada vez que llegaba en tragos y los gritos ensordecedores de la mujer causaban lástima en las vecinas del sector.
- Arréglate – le decía Andrea- píntate, utiliza ropa más juvenil para que tu esposo te mire y se alegre de tenerte así.
- Debes cocinar mejor, prepárale los platos que le gustan, utiliza condimentos, mantén limpia tu casita, añadía Macaria.

Ella les hizo caso. Empezó a arreglarse, aprendió a cocinar, se puso más coqueta y al poco tiempo huyó de su casa con el esposo de Andrea. Fue el origen de los insultos entre ambas y entre ella y las vecinas del barrio. Sus gritos eran tan desesperantes y sus frases tan groseras que la bautizaron como La Loca. En verdad parecía estarlo. A veces, cogía a Michael –su hijo- y lo golpeaba sin descansar; otras veces insultaba a todos desde su casa, incluso en una ocasión llegó a rociar con combustible la tienda de abarrotes de Andrea para prenderle fuego. Realmente estaba loca esa mujer.
Aquella mañana, ella empezó así, insultando a Andrea y a sus hijos. Las vecinas del barrio ayudaron a caldear los ánimos.

- métete a su casa, sácala de los pelos y acá le pegamos entre todas.
- Vamos Andrea, no te chupes. Entra y sácale la mierda.
- ¿Hasta cuando vas a aguantarla? Si no la paras ahora te va a tener de cojuda siempre.

Andrea se armó de valor. Cruzó por la tiendita, salió, avanzó hacia la casa de la mujer, golpeó la puerta y aunque hasta ahora no sabe explicar como, empezó a responder los insultos.

- sal pues, sal. Me quieres pegar, aquí estoy, ven, ¡cobarde!, ¿porque no sales?
- Valiente eres, ven pues, serrana de mierda, ven, entra para que veas lo que te hago.
- Loca de mierda, me jodes todo el día, friegas a mis hijos, te robas a mi marido, ¿ahora que quieres?, ¿quieres pegarme?, ven pues, ¡sal!
- ¡seré idiota!, ahí están tus amigas pues, ¿que quieren, que me las tire a todas?

Eso fue todo. No se oyeron más palabras, solo algunos gritos de dolor y rabia mezclados entre los insultos que brotaban de todos lados como eco perdido.
Andrea empujó la puerta, Enrique iba detrás de ella junto a Johni y Yeny. Leocadia había salido a su patio. Andrea y sus hijos se aban
Lanzaron sobre la Loca, las dos se cogieron de los cabellos mientras se insultaban. Parecían dos fieras que peleaban por su presa, desgreñándose, clavándose las uñas donde encontrasen carne. Los hijos de Andrea –cual animalitos con afán de supervivencia – se prendieron del cuerpo de la mujer y entre todos empezaron a arrastrarla hacia la calle. Enrique se colgó del cuello de la mujer, agarró lo que pudo; Yeny logró prenderse de la falda, una manito jalaba la tela mientras que la otra se sostenía de la cintura para no caer; y Johni, bueno, no lo vi, él lo cuanta cada vez que recuerda ese día, esto fue lo que pasó. Él, en su afán de prenderse de algún lugar, se lanzo sobre las piernas de la mujer y para no caerse, sus manitos –por instinto seguramente – se prendieron de lo primero que encontraron. Las manos pequeñas ayudaron poco para que se sujete de la mujer –en movimiento por la pelea que sostenía – por lo que a duras penas atinó a apretar fuerte.

Por fin, lograron llevarla a la mitad de la calle, las vecinas no perdonaron, fue una especie de justicia popular que aplicaron contra ella. Macaria cogió pedazos de ají y empezó a frotarlos en el cuerpo casi desnudo de Leocadia, Julia ayudaba golpeando a la mujer cada vez que intentaba reponerse; y Andrea, ella parecía poseída montando sobre la fiera que deseaba reventar a punta de puñetes. Johni ya no estaba para entonces pues había corrido hacia el cerrito pequeño que adornaba el barrio.

- solo sentía pelos pues, ¿que querías? Me dio miedo y por eso corrí. Yo me estaba cayendo y para no soltarme, metí mis manos entre sus piernas, cogí puros pelos, se quedaron pegados en mis manos, eran bien raros, Me caí y luego corrí. Mi mano olía raro, mami.
- Nada ya. Yo te vi arriba, en el cerrito, bien sentado y mirando como le pegábamos a la loca.

sábado, 16 de febrero de 2008

LA MARCA

Nunca se supo realmente lo que pasó por su mente. Pero, lo que si es seguro, es que esa noche marcó su corta vida.
Enrique era un niño de ocho años apenas, era el mayor de cuatro hermanos, acababa de recuperar a su padre –quien los abandonó un año atrás- y ahora esto. Nunca se le vio llorar, miraba fijamente –como perdido entre los ojos de la gente- y escondía sus penas en las respuestas toscas y acciones agresivas. No era para menos; José Raúl, su padre, estaba grave. No hizo nada en ese instante, ni años después cuando recordaba el hecho.
La gente murmuraba lo acontecido. ¡Pobre vecino!. ¡uy, dicen que ha sido feo el accidente!. Pobre señora Andrea, el lío que le espera ahora.

De repente, ingresó María, la hermana de José:
-está muerto, mi hermano está muerto
-cállate que te van a escuchar los niños.
-Tú lo has maldecido, ahora estarás feliz, maldita, nunca debió regresar. Ahora está muerto.
-No hables tonterías. Los vecinos saben donde está. Vamos a ir al Hospital Cayetano Heredia.

Andrea ingresó al cuarto, se cambió de ropa, acicaló su cabello bruno, desordenado, cogió una crema que untó sobre sus manos y la aplicó en su rostro. Luego, salió rauda, hacia la puerta. Los vecinos habían traído un auto para ir a buscalo.
Enrique se quedó pensando toda la noche que le habría pasado a su padre; pero sobre todo, en la frialdad de su madre para permanecer sólida ante tamaña noticia. Al amanecer, vio con nostalgia su casita de esteras forrada con cartones y techo de plástico azul cruzado con cañas delgadas. Se levantó como todas las mañanas a preparar el desayuno para sus hermanos; pero, algo ya no estaba bien, se sentía molesto, respiraba con dificultad, sentía un dolor muy fuerte en el pecho. Hubiese querido explotar, seguro que hasta llorar a gritos; pero solo atinó a lanzar dos tazas y quemarse las manos con el vapor del agua hirviendo.
Ya había servido el desayuno para sus hermanos cuando ingresó Andrea.
-Johni, Yeny, Jimy, vengan a la mesa que ya está servido.
-Yo me sirvo hijo, no te preocupes.
-¿dónde está mi papá?
-Que vengan tus hermanos. Ahora les cuento.
-¿está mal, verdad?
-Mira hijo, Dios sabe porque hace que ocurran las cosas.
-¿y cuándo va a regresar?
-Que vengan tus hermanos que se enfría el desayuno.

José tenía 28 años y hacía un mes que había regresado a su hogar luego de su romance con Leocadia, la esposa de Isidoro Olarte. Andrea no solo lo había perdonado, sino que –como en las ocasiones anteriores- también asumía la responsabilidad de cuidar que sus hijos no se enteren. Él, había salido a trabajar ese 23 de diciembre como taxista y a media tarde se fue a La Parada a comprarle regalos a sus hijos (sería la primera vez que les entregue algo personalmente pues no era costumbre suya hacerlo). Es más, al menor de todos le gustaban los carritos como al papá; así es que decidió comprarle un camión de madera pintado de azul y rojo con la frese “Buen viaje”. Guardó todo en la maletera del auto y siguió trabajando. Pasadas las ocho de la noche decidió regresar a casa, ya había reunido el dinero suficiente para pasar el día siguiente. Salió de la Avenida Alfonso Ugarte hacia la Avenida Caquetá e ingresó a la autopista Túpac Amaru, aprovechando la oscuridad de la zona, prefirió ir por la pista auxiliar para llegar más rápido a casa. Ahí empezó y terminó todo.
Mientas conducía, empezó a reflexionar sobre su vida, sobre lo que hizo y dejó de hacer. Siempre quiso ser buen esposo, mejor padre. Nunca pudo, ni siquiera lo intentó, solo quiso. Pero ahora estaba dispuesto a todo (por lo menos es lo que contó años después en una reunión con sus hermanos). El freno instintivo del auto lo trajo a la realidad.

-¿Qué te ha pasado?
-Nada amigo, se jodió la batería y no sé mueve mi cafetera.
-Deja que me cuadre adelante para ver que hacemos.
-Gracias, te pasaste ah.
-¿Oye, tienes cables para jalar desde mi batería?
-Por aquí tengo algunos alambres que pueden servir.
-¡Listo!, ahora, prueba pues.
-¡Carajo!, no arranca, mueve el alambre para que haya buen contacto.
-¡Ya está!, ¡Arranca!
-¡Nada!, ahora si se jodió esta chatarra.

José sacó una soga de su maletera y se propuso remolcar el auto del taxista (de quien nunca supo su nombre). Sujetó la cuerda a un extremo a su parachoques posterior mientras el otro extremo era llevado al auto malogrado. Ambos quedaron tendidos, boca arriba, con las piernas expuestas hacia fuera. Fueron solo unos segundos. Instantes sin dolor, solo gritos y luego el silencio cómplice de la muerte. Una camioneta los arrolló. Los arrastró desde la puerta cinco de la UNI hasta la entrada cuatro. La cuerda los envolvió y terminaron atascados entre las llantas de la camioneta que nunca se detuvo. 8:25 de la noche y solo la sangre daba muestras de la tragedia.

-estuve toda la noche en el hospital. Tiene las costillas fracturadas, la pierna izquierda destrozada; la llanta le pasó por la cadera y le partió todo. Lo peor es que está inconciente y está difícil que se recupere.
-¿tú lo viste?
-¡Si!. Primero los vecinos se opusieron, pero como me vieron tranquila me dejaron entrar. Debo regresar porque no lo quieren operar en ese hospital pues es muy grave.
-¡quiero llorar1, ¡déjame verlo!
-Vete al corral y llora, pero que no te vean tus hermanos. Ellos aun no saben nada ni van a entender. Así es que te quedas con ellos y yo, en la noche, les explico todo.
-¿y si se muere?. ¿se va a morir verdad?
-No sé hijo. Sólo te pido que no llores delante de tus hermanos. Los vas a asustar por las puras.

Enrique dejó la mesa, partió hacia el corral trasero de su casa, buscó una piedra para acomodarse, se sentó y fue pateando el suelo hasta reventarse una de las uñas. Lloró hacia adentro, gritó por los ojos. Luego, recordó que sus hermanos no se habían levantado aun. Fue al cuarto, empezó a gritarles y los llevó a la mesa para desayunar.