lunes, 14 de julio de 2008

GOLPES BAJOS (segunda parte)

Fue suficiente. Raúl, impotente, confundido, empezó a patear el auto Opel que tenía en su cochera, empezó a darle de cabezazos a la parrilla del auto, a lanzar puñetes a los vidrios de la puerta delantera.
Andrea, se indignó aun más. Claro, ahora te quieres matar para que tu familia me culpe – le gritó- te quieres fregar otra vez para tenerme de esclava de tus males. Cobarde, ni para eso sirves, ni siquiera eres capaz de golpearte tú mismo, finalizó. No había terminado de hablar y se lanzó sobre él, lo cogió del cuello, lo lanzó contra la pared de esteras, le dio dos bofetadas y se quedó mirando fijamente al hombre -que le pasaba en dieciocho centímetros de estatura- totalmente reducido, llorando como niño, lleno de impotencia, buscando los brazos consoladores que jamás encontró. Lo más cercano que halló en ese instante fue un baldazo de agua fría que cubrió casi todo su cuerpo y lo envolvió en un halo de desolación y abandono total. Lo llevó a su cuarto, lo acostó y dejó que duerma hasta el día siguiente. Total, era como su hijo, el hijo que jamás hubiera querido tener.
Raúl era eso para Andrea, un hijo, el que más problemas le dio. Ella recordaba, a cada instante, las penalidades que había pasado para que su esposo no muriera en el hospital ni quedara relegado por falta de dinero. Fue tanta su obstinación por salvarlo que cuando recibió la primera cuenta para la operación a la pierna de Raúl, seiscientos mil intis (eran los tiempos de Alan García) pidió el apoyo de todos los vecinos, que por cierto, la apoyaron hasta el cansancio; Iraida se puso a vender mazamorra y dulces de leche, picarones y postres diversos; Chacaltana apoyó en la pollada más numerosa que haya en el recuerdo de esos días: fueron más de quinientas tarjetas repartidas las que se separaron para el gran día. La enorme pampa que servía de patio para los niños de Víctor Raúl haya de la Torre fue el escenario de tamaña actividad; fue tan concurrida, que ni las amistades más impensadas acudieron al llamado de esa mujer que solo sabía sufrir. Incluso, ella –con ayuda de varias vecinas- llevó las polladas hasta el barrio que la vio crecer en Lima: La urbanización El Milagro. Aquella noche ella se emocionó al ver tanto dinero junto; habían recaudado casi el triple de lo que necesitaban para la primera operación. Jamás le dio mal uso al dinero; colocó el monto total en una cuenta y fue retirando según las necesidades de su esposo. Duró muy poco para lo que se gastó en esos meses.
Él respondía solo con golpes bajos que fueron acabando con el amor más puro de aquella mujer enamorada que intentó hasta el último momento despertar sentimientos que jamás halló en él.
Él no perdonaba, siempre era tosco y descortés, agresivo y corrosivo. Andrea recuerda con mucha frescura, esos momentos en que él fue destruyendo el amor que le tenía.
Recuerdo muy bien –cuenta ella- cuando le llevaba su comida desde Víctor Raúl hasta el hospital Carrión; me tomaba casi dos horas para llegar, así que envolvía bien las portaviandas para conservar el calor de los alimentos. Aquella tarde, él me dijo que no le gustaba lo que le llevé y me dolió tanto que le entregué todo a un desconocido de la cama contigua. Luego, generalmente lo encontraba molesto, irritado y me hacía sentir mal con sus frases burlonas, sarcásticas; así es que un día decidí no visitarlo más y le dije –delante de su madre- que no regresaría más al hospital. Cogí mis cosas y salí del lugar con un dolor tan fuerte como un cuchillo clavado en el centro de mi corazón; pero no podía pues, era mi esposo y no sé si por pena a él o a mí, regresé a las pocas semanas, eso si, aclarándole que solo lo hacía por generosidad al padre de mis hijos. A Raúl nunca le interesó eso, jamás agradeció tanto amor ofrendado sin el más mínimo reclamo de reciprocidad.
Pero, eso terminó matando el amor y a Andrea. Por eso, no fue rara la actitud de aquella mujer harta de tanto desamor y cansada de un hombre que siempre resultaba siendo la víctima en todo.
Eso explicaba su actitud; agresiva como nunca se le vio jamás, derramó toda su ira y rabia –contendidas por años- e hizo sentir tan mal al pobre hombre que nuevamente terminó dándole lástima: pero, esta vez era solo eso, ya no había amor, ya no pasión, tan solo eso, lastimera compasión por un hombre que terminaría sus días solo y en la más completa orfandad conyugal.
Ja ja ja. ahora que recuerdo,exclama Jimy cuando el viejo empezó a golpearse contra el auto y no sé de dónde sacó fuerzas mi mamá, Kenson y Hamilton salieron corriendo y gritando: el loco, el loco. Yo me había quedado atrapado en el parachoques del auto y lo que no sabe el viejo es que quedé atrapado por travieso; como aquella vez que casi me mata el camión platanero, ¿te cuerdas viejita? Mmmmmm creo que ya se durmió. Bueno mañana que esté despierta te contaré como fue eso.

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