lunes, 7 de julio de 2008

GOLPES BAJOS (primera parte)

…Hay golpes en la vida, tan fuertes…Yo no sé!
(César Vallejo)


Cuando empezó a golpearse contra el auto, todos se asustaron pues temían que su pierna izquierda recién operada y atravesada con tres gruesos fierros y soldaduras de platino pudieran dañarlo más de lo que ya estaba. Se volvió loco, le daba de cabezazos al auto y gritaba desconsolado culpándose por algo que jamás fue responsable.
La depresión había capturado el alma de José Raúl. Estaba en cama producto del trágico accidente que lo postró por varios meses enyesado en un hospital, cuando empezaba a recuperarse de la operación a la pierna (que había quedado fracturada y partida en dos) tropezó en los servicios higiénicos del Hospital Daniel A. Carrión y terminó seis meses más en cama, Su tragedia era aun mayor: ahora estaba inutilizado, con sondas que reemplazaban a sus uréteres, los fierros atravesados en su pierna, sin poder trabajar y en el más completo abandono físico y moral por parte de sus más entrañables amigos. Ese año falleció su madre. Pareciera que alguien escribió sobre su cama:
“yo nací un día
Que Dios estuvo enfermo”

Nada fue igual después de su accidente. El 23 de diciembre de mil novecientos ochenta y dos marcó el inicio de su postración y abandono. Cuando los médicos lo revisaron, coincidieron que solo un milagro lo salvaría. Tuvieron que enyesarlo casi por completo, tenía fracturado desde el cráneo hasta las costillas; la tibia y el peroné izquierdo se habían quebrado y astillado completamente; los uréteres estaban destruidos y no servirían más. Fue un milagro. No sabe como, pero terminó en manos de los galenos del Hospital Carrión del Callao. Luego de varias operaciones, su cuerpo empezó a recuperarse. Pero, la desesperación de un hombre por ver la calle, hizo que se emocionara demasiado: Se levantó de la cama, dio unos pasos, vio que su cuerpo podía resistir su peso, dio algunos saltitos con las muletas, se sintió mucho más seguro y avanzó al baño. La radio portátil que llevaba pasaba una melodía premonitoria.
“todo tiene su final,
Nada dura para siempre…”


Solo fueron unos segundos, fatales, lentos, dolorosos, pero solo segundos. Resbaló, cayó y se quebró nuevamente la pierna. La sangre salía de su pierna con una fuerza tal que podría haber dicho que no quería estar en su cuerpo; los huesos y el injerto colocado se quebraron. Fue intervenido nuevamente, esta vez con incrustación de fierros y platinos con pernos para asegurar bien los huesos. Así estaría por los próximos dos años. Así salió a su casa, totalmente abatido, destrizado emocionalmente, a un hogar que ya no era suyo, a una familia que ya no lo aceptaría, a una madre que pronto partiría.
Cada mañana, ante la ausencia de una enfermera, Andrea cambiaba la sonda y colocaba otra en segundos por el riesgo de que se cerrase el orificio en carne viva que tenía Raúl a unos centímetros de su ombligo. Con una extraña calma, le quitaba las gasas de la pierna, limpiaba las heridas con los medicamentos que le habían recetado, colocaba nuevos vendajes y cerraba con sumo cuidado para evitarle dolores innecesarios. Esa fue su rutina durante dos interminables años. Años que terminaron cansando a Andrea por cargar con los castigos y penas de un hombre que jamás le correspondió el afecto brindado hasta ese momento. Para entonces, cada vez que podía, ella le reprochaba el abandono de su familia y el desgano que él mostraba para seguir viviendo. Esa fue la razón para que aquel fatídico día él se golpeara de manera tan descontrolada.
Jimy, el menor de sus cuatro hijos, estaba jugando en la calle, junto a otros amiguitos que compartían la alegría de la tarde de ese veraniego año. Amador, hermano mayor de José Raúl, se retiraba luego de haberlo visitado, subió a su Volkswagen , encendió el motor y dio marcha al vehículo. Los niños se cogieron del parachoques posterior y avanzaron unos metros para luego soltarse antes de ser arrastrados. Jimy no pudo. Sus prendas se habían enganchado en uno de los extremos del metálico parachoques. Fue arrastrado unos metros, los vecinos empezaron a gritar al conductor para que se detuviera antes de matar a la criatura. Amador, se detuvo, soltó a su sobrino, le dio un golpe en la nuca y empezó a gritarle por la irresponsabilidad cometida.
Fue suficiente para Andrea. Loas vecinos la pusieron al tanto de lo ocurrido, ingresó a la casa, insultó a Raúl con la ira que había contenido desde hace años, descargó la rabia de una mujer que ya no soportaba más a un hombre que había perdido la esperanza en si mismo.
-Maldito, para eso nomás viene tu familia. No se conforman con dejarme a su enfermo, ahora quieren matar a mis hijos.
-Andrea, cálmate, Amador no se habrá dado cuenta, ¿Qué tienes? ¿cómo crees que va a matar a su sobrino?
-Tú que sabes, lo has visto. Arrastro a tu hijo casi una cuadra, tiene las piernas y los brazos raspados. ¿Tú lo vas a curar? Ah. Dime, dime!
-¿te volviste loca? Cállate que la gente no tiene que enterarse.
-Acaso tú me das para la medicina. Tu hermano trae los medicamentos que necesitas. Estoy harta de todos esto, no los quiero ver por acá porque les rompo la cabeza. Solo me traen problemas. Lo único que sabe tu familia es joderme la vida, eso es lo único que me han hecho hasta ahora. Los odio, los odio.
Fue suficiente. Raúl, impotente, confundido, empezó a patear el auto Opel que tenía en su cochera, empezó a darle de cabezazos a la parrilla del auto, a lanzar puñetes a los vidrios de la puerta delantera.
Andrea, se indignó aun más.

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