sábado, 19 de abril de 2008

JUEGOS INOCENTES (2ª parte)

Andrea estaba almorzando con su hermano Guillermo cuando oyó los gritos. Pensó lo peor. Cuando sintió el tumulto en la calle, solo atinó a mirar por una de las rendijas de su estera hacia la calle. Uno de los vecinos traía a Enrique entre sus brazos. Ya no quiso salir. Sintió un dolor muy fuerte en el pecho, se le hizo un nudo enorme en la garganta, empezó a transpirar y la respiración entrecortada afectaba más sus movimientos hacia la mesa. Solo pensó en sentarse para la peor noticia que una madre podía recibir. No lloró, apenas atinó a exhalar y liberar un tenue gemido, solo eso.
Un tumultuoso grupo de niños acompañaba en cortejo. Enrique estaba inconsciente. Walter Mayurí aun no entendía lo que había hecho y solo atinaba a defenderse de los golpes que le propinaban algunos niños. Merardo Huamán –uno de los vecinos de Andrea – llevó el cuerpo del menor hasta su cama. Se sentía una débil respiración y se podían ver algunas gotitas de sudor en la frente de quien nunca más sería el hombre increíble.
Algunos minutos después, despertó Enrique; confundido por la gente que lo rodeaba, empezó a gemir y derramar algunas lágrimas mientras oía a Pachín decir:
-Tranquilo amiguito, ya pasó todo. Estas vivo de milagro.
-Vaya a denunciar a ese mocoso maldito. No pierda tiempo señora, decían algunos vecinos.
-Como es posible que haya hecho eso. Vaya a reclamarle a su mamá, gritaban las más eufóricas.
Andrea no tenía cabeza para esas cosas. Desde que se accidentó José Raúl, ella se hizo cargo de sus cuatro hijos y andar en pleitos con los vecinos no era lo suyo. Siempre decía que había que tratar bien a todos pues a ellos les debían mucho más de lo que imaginaban sus hijos. Cada vez que podía, los sentaba a conversar y hacerles recordar que desde Macaría Blácido hasta Iraida Atocsa se habían convertido en algo así como una gran familia por la protección que les brindaban. Las veces que habían riñas en la calle, ella prefería no salir y esperar a que se calmen las cosas. En aquella oportunidad no cambió de actitud, aun cuando su hijo casi muere en ese juego inocente.
Fue la presión la que movió sus pies hacia la casa de la familia Mayurí. Habló con la madre de Walter y terminó disculpándose por lo acontecido. La señora Mayurí reconoció la gravedad del asunto y se comprometió en enviar algunos medicamentos para paliar el daño.
Enrique tenía una especie de cinturón rojo en el cuello, pronto se formaría un collar de cicatriz tan grueso que se notaría a simple vista. ¿Ahora?, ¿Cómo iría a la escuela el lunes?. ¿Qué le diría su profesora Esparta de Livonni?. No tuvo mejor idea que llevar la chompa de colegio al cuello para cubrir la travesura inocente de sus once años.
Las chompas escolares de entonces eran plomas; la suya, además, era delgada, decolorada por el uso y con algunos hilos saliendo de la forma original denotando un desgaste que pedía reemplazo inmediato. Los tiempos no eran muy buenos para ello, así es que habría que esperar a que llegue algún dinerito y se pueda cambiar (pensaba Enrique, como dándose aliento cada vez que la observaba con esa mirada lúgubre que ya empezaba a apoderarse de su rostro aderezado por esos ojitos cargados de melancolía -mezclada con la rabia de no tener un papá como los demás niños de sus barrio o su escuela - y atizonada por sus cabellos negros, lacios y tercos como el carácter que pronto envolvería su adolescencia)
Llegó el lunes. Tocaron la campana para el recreo y la profesora Esparta se percató que Enrique tenía la chompa al cuello con las mangas envolviéndose cual serpientes sobre su presa.
-Paz, póngase la chompa, ordenó la maestra.
-Tengo calor señorita, respondió temeroso el menor.
-Pangase la chompa o se la pongo yo.
-Es que tengo mucho calor señorita.
-¿y de cuando acá usted me desobedece?, venga a mi escritorio ahora.
La profesora Esparata de Livonni no conocía muy bien el caso familiar de Enrique pero quería conversar con Andrea por los cambios que había notado en el menor. Sus notas habían bajado al punto de obtener promedios menores a diez, fue descubierto rompiendo un examen con baja calificación, era suficiente para llamar a la madre. Sin embargo, jamás pensó encontrarse con semejante situación.
-Esta madre abusiva, ahora me va a conocer. Como va a hacerte esto. Solo porque jalaste en dos o tres exámenes. ¡Eso no!. Regresas de inmediato a tu casa y vuelves con tu madre. La meto presa si es posible.
-No señorita, yo me hice esto jugando, un amigo me colgó con una cuerda.
-Claro, hasta te ha dicho lo que debes decir. Mala madre, encima te enseña a mentir. ¡Lo siento Paz, vaya su casa y vuelva con su madre que yo le voy a enseñar a ser mujer y madre!
Enrique partió a su casa. Bajó por la calle asfaltada que caminaba todos los días, llegó a la esquina del cerco que marcaba el lindero de la Urbanización Víctor Raúl Haya de la Torre, corrió presuroso por la pendiente que lo llevaba a su sector. La tiendita de su casa ya estaba abierta y Andrea se aprestaba a alistar los condimentos que vendería esa mañana. Enrique le explicó lo sucedido y no tuvo más remedio que acudir al colegio.
La profesora Esparta estaba indignada. Al ver a Andrea le llamó la atención y amenazó con denunciarla por tremendo castigo propinado a su hijo. Ella, empezó a llorar delante de su hijo. Le contó todo. La ausencia de su padre lo estaba minando, su alegría de niño se estaba perdiendo, su aplicado rendimiento académico ya no era el mismo. Pero ella jamás le haría eso a su hijo. Les ponía la mano, les daba con la correa, les jalaba las orejas, pero eso jamás. Terminaron llorando las dos. Andrea descargo, después de varios años, toda la pena contendía por tanta desgracia empecinada en convivir en su hogar. La profesora contemplaba desconcertada a la mujer que con voluntad férrea luchaba contra su propio destino para sacar adelante a cuatro hijos. Pero igual, no creía la historia del juego. Andrea ofreció llevar a la madre del menor para confirma la historia. Así fue, llegaron Walter y su madre al colegio; pero, de nada sirvió pues la profesora pensó que se habían puesto de acuerdo para salvar la responsabilidad de la madre.
-¿ y usted que dijo , entre las dos la engañamos?. No señora, usted me demuestra que es inocente o la denuncio.
-Profesora, ya le conté lo ocurrido. Debe creerme.
-Como cree. O sea que usted descarga todos sus problemas en el pobre niño. ¿qué culpa tiene él de su fracaso con su esposo? ¿qué sabe él de problemas? Nada. Quiero pruebas. Tiene todo el día de hoy para demostrarme que no fue usted. Y si fue este niño que ha traído lo denuncia o me va a conocer.
Fue entonces que Walter, su madre y Andrea caminaron hacia la comisaria de Tahuantinsuyo para sentar la denuncia. El parte policial registró la agresión de un menor de edad de nombre Walter Mayurí al menor Enrique Paz por jugar al Increíble Hulk. Se ordenó el examen de rigor y el seguimiento al menor para ver conductas agresivas. Walter fue supervisado por efectivos policiales durante seis meses, Enrique nunca más volvió a jugar al Hombre Increíble. ¿Andrea?, ella hasta ahora se pregunta porque no reaccionó el día que casi matan a su hijo.

domingo, 6 de abril de 2008

JUEGOS INOCENTES

Eran los días de juegos inocentes. El barrio de Towsend Escurra (nombre aprista de la después bautizada manzana X de la calle M) era el centro de operaciones de los más bulliciosos y entretenidos juegos de toda la urbanización. Eran los días de Walter, Betto, Joel, Ninsa, Jenny, Yaneth, Pachín, Nilo, Kenson, Hamilton, Danny y no sé cuantos niños más que –sin saberlo- consiguieron que los problemas de Enrique y sus hermanos pasen a mejor vida.
Para mil novecientos ochenta y tres estaban de moda en el barrio “El llanero solitario”, “Sankukay”, “el hombre araña”, Los super amigos”, “la mujer maravilla” y el más recordado de todos: “El increíble Hulk”. El caballo del llanero era un palo de escoba que cabalgaba a buen pie, las flechas de los combates salían de las cañas y restos de carrizos extraídos de las esteras viejas, la telaraña del arácnido salía de los ovillos de lana que alguna madre perdía extrañamente y luego encontraba enmarañada entre las casas vecinas, el anillo de los gemelos fantásticos era de papel, el avión invisible de la mujer maravilla estaba en la imaginación de cada uno de los actores que acompañaban las épicas tramas que cada uno diseñaba. De cuando en cuando las madres terminaban estupefactas y anonadadas por la vehemencia y la marcada imaginación de sus hijos para recrear cada escenario y trasladarse a los capítulos más fantásticos que jamás pantalla alguna haya visto. En el barrio ya tenían un espacio ideal. Pasando la del señor Lara habían unas enromes rocas que se convertían en naves interplanetarias, en monstruos contra los que había que luchar; el pequeño acantilado que tenían frente a sus casas ere perfecto para las grandes batallas intergalácticas; pero, si se trataba del Hulk, las mejores locaciones estaban entre las casas.
El increíble hombre verde podía romper muros, levantar rocas inmensas, lanzar a los intrépidos enemigos a metros de distancia, destrozar las más férrea cadena; sin embargo para disfrutar de estos actos impresionantes, debían despertar la furia del médico.
Enrique solía jugar con mucha frecuencia junto a sus hermanos, pero rehuía al papel principal, hasta que aquel día Walter Mayurí lo convenció.
Vamos calaverita – le dijo- esta vez tú serás el doctor.
Mejor no –respondió Enrique- ya me voy a almorzar.
No seas maricón, jugamos un rato y te vas.
Era la hora del almuerzo, la calle casi solitaria sería testigo del juego más recordado durante los próximos años. Los niños jamás contaron como se produjo el accidente, pero hasta hoy recuerdan como terminó todo.
Los niños repartieron los papeles, Enrique sería el doctor David Banner, Walter sería el personaje malo, Pachín el médico colaborador de Banner, Kenson el oficial que intentaría capturar a Hulk. Todos se trasladaron a una casita de esteras perfecta para la ocasión. El doctor Banner fue provocado, un grupo de delincuentes lo sorprendieron a golpes, cayó al suelo y recibió puntapiés, era el momento, empezaba la transformación. De repente ingresó Walter con un retazo de tela de pantalón hecha tirones y lo colgó de las vigas de la casa. Luego, arrastraron al doctor Banner hacia la parte central de la casa, lo levantaron y colocaron la cuerda alrededor del cuello, lo sujetaron bien y dejaron caer. No se transformaba, los actores gritaban ¡conviértete!, ¡conviértete!, pero nada, ya no respondía. Walter balanceó el cuerpo por un instante, nada. El doctor banner estaba cambiando de color, tenía las manos entre la cuerda que sujetaba su cuello, tratando de zafarse, nada. Se mojó los pantalones, dejó de mover los pies, estaba morado. Por un instante los niños dejaron de gritarle que se convierta en Hulk, retrocedieron como entendiendo lo que ocurría y quedaron enmudecidos. Kenson rompió el silencio, cogió una piedra, la lanzó sobre Walter y empezó a gritar:
- ¡Maldito, maldito! –Decía eufórico- ¡tú lo mataste, tu lo mataste!
- ¡Vecina Andrea, su hijo, su hijo!, empezaron a gritar los niños.
- ¡Lo mataron, lo mataron!
- ¡Tú mataste a mi amigo, tu lo mataste!. ¡Te odio, maldito, te odio!
Enrique estaba suspendido de una gruesa cuerda de pantalón jean, el cuello completamente marcado con un collar rojo sangre, sus brazos cansados por el esfuerzo inútil habían caído rendidos a la altura de sus piernas, tenía los pantalones mojados, sus sandalias habían caído también, los pies desnudos y llenos de tierra ya no se sacudían más.
Andrea estaba almorzando con su hermano Guillermo cuando oyó los gritos. Pensó lo peor. Cuando sintió el tumulto en la calle, solo atinó a mirar por una de las rendijas de su estera hacia la calle. Uno de los vecinos traía a Enrique entre sus brazos. Ya no quiso salir. Sintió un dolor muy fuerte en el pecho, se le hizo un nudo enorme en la garganta, empezó a transpirar y la respiración entrecortada afectaba más sus movimientos hacia la mesa. Solo pensó en sentarse para la peor noticia que una madre podía recibir. No lloró, apenas atinó a exhalar y liberar un tenue gemido, solo eso ... (continuará)