sábado, 18 de octubre de 2014

VINILOS



El ataúd de Andrea, pesaba, pesaban sus años, pesaban sus obras. Pesaba. La tradición dice esa de que ningún familiar puede cargarlos, no nos dejaron, no me acerqué. Ya caía la noche y salimos rumbo al cementerio que estaba al pie del río Apurímac, cruzamos el río Sinquivine, caminamos acompañando a papá Alejandro y Mamá Magdalena, acompañando nuestra soledad materna. Nuestra viejita linda se había ido.
El trayecto fue largo. Pasamos por el monte, salimos hacia el pueblo de Villa Virgen, bajamos hacia el río Apurímac. Mi mente estaba en otro lugar. No quería sentirme ahí, no quería sufrir. Empecé a mirar las casas, a mirar los patios, los corrales, regresé hasta el patio que teníamos en Víctor Rául en los ochenta, regresé hasta mis diez años, regresé hasta aquella tarde de los discos de vinilo.
Nuestra casa tenía un patio trasero especial. Las esteras eran mudos testigos de las cosas que ocurrieron, de las cosas que no quisimos que ocurran. En el terral se ocultaban los restos de esa radio a transistores que extrañamente se destrozó y terminaron culpando al inocente de Wilmer. Ahí estaban las huellas de las travesuras de Wilder y Johni que metían las manos y otras partes del cuerpo para jugar con los patos y pollos que vivían en el corral. Ahí estaban las enormes rocas que servirían para la futura base de la casa de concreto. Ahí estaban las fundas de papel de los discos de vinilo que fueron lavados y puestos al sol para que sequen mejor; sí, para que sequen mejor.
En los ochenta, los discos de vinilo eran la sensación. Mi padre había formado una colección impresionante de vinilos que ocupaban todo un compartimiento del enorme ropero marrón caoba que nos dejó como herencia Papá Juan.  Tenía discos en 33 y 45 revoluciones (nunca entendí que era eso) que se cuidaban como el mismísimo oro.
Recuerdo los discos de 45 rpm con la música de Chacalón, de los Mirlos, la quinceañera del grupo Maravilla. De los vinilos de 33 rpm recuerdo el long play del cuarteto continental y su famoso “tú quieres que me coma el tigre, que me coma el tigre, mi carne sabrosa…” Mi madre también había comprado los suyos: Cinco flores de la pallasquinita (de seguro que Macaria tuvo que ver en estos gustos), la Matarina del Indio Mayta, piquito de oro del Jilguero del Huascarán y no sé cuantos más que ya no quiero recordar.
Tanta fue la fiebre de los vinilos que algunos años después decidí comprar los míos y empecé a ahorrar cada inti de la época para iniciar mi colección. Para entonces, se pusieron de moda los Hombres G de España, junté hasta el vuelto del pan para comprarme un disco de mi grupo favorito. Hasta que lo conseguí. Tenía el dinero reunido. Presuroso fui hasta la disco tienda que había en el mercado de Tahuantinsuyo, ingresé emocionado, miré sudoroso al vendedor y le señalé la vitrina donde estaba esperando mi primer sencillo comprado con tanto esfuerzo.
- Deme el disco de los hombres G.
- Lo siento, estoy a punto de cerrar.  Vuelve por la tarde.
- No pues tío, vivo lejos. ¿no puedes venderme el disco y te vas a almorzar?
- ¿Tío? Yo no soy tu tío, chibolo confianzudo. Háblame bien ah. Regresa por la tarde.
- Lo siento señor, solo quiero comprar mi disco de los hombres G.
- ¿Señor? Señor está en los cielos muchacho. Retírate de mi vista.
Maldito vendedor, tuve que esperar casi dos horas hasta que retorne de su dichoso almuerzo en el mercado. Pasé un par de veces por el puesto de comida donde estaba almorzando, me miró, supongo que me reconoció, siguió comiendo. Conversaba con la chica que lo atendía, miraba su reloj, seguía conversando. Me aburrí. Maldito vendedor.
Yo era terco. No me iría sin mi disco. Lo esperé. Sentado en la vereda, con el sol molestándome más, con las monedas que se me escapaban del bolsillo, lo esperé.
Cuando abrió el local de la disquera salté de la vereda, corrí hacia la tienda, saqué todo el dinero (eran tantas monedas que el vendedor me quedó mirando otra vez) y le pedí el disco de los hombres G.
-¿Cuál quieres?
- Ese, “Devuélveme a mi chica”. ¿Qué canción trae al reverso ah?
- Déjame ver. “Venecia”. ¿Lo quieres?
- Si. Tenga, cóbrese. Está completo ah.
- Ten cuidado, ya sabes que si  se raya ya no sirve ah.
- Pero acá dice “HOMBRES H” ellos no son. Y Además, dice “VOZ: DAVID SAMER” y es David Summer.
- Oe chiquillo, bien quedado eres ah. ¿Cómo suena la H? ¿Suena como G, si o no?
- Si.
- Entonces pues. ¿Lo llevas o no? Me haces perder el tiempo carajo.
- Ya, ya. Dame el disco.
Corrí a casa, tomé el disco con cuidado, levante la manecilla con la aguja, puse mi primer sencillo y sonó, solo eso sonó. Nunca olvidaré eso. Fue tanta mi vergüenza que nunca lo conté. Ahora ya lo sabes tú.
¿Y la colección de tu padre?
Ah, ese verano de 1983, el viejo estaba en el hospital por el accidente que había tenido. Mamá estaba vendiendo en Polvos azules y nosotros arruinando la casa. Yo me creía el mejor rockero, alucinaba con mi guitarra eléctrica, saltaba por toda la cama imaginando estar en el estrado de mi gran concierto. Entonces se me ocurrió poner uno de los discos de cumbia. Bajé de la cama, corrí al ropero, empujé a Yeny y sus muñequitas, tomé algunos discos y ahí empezó el final de esa hermosa colección. Tropecé y caí en el tazón con agua que Yeny tenía para jugar. Mis pies golpearon la puerta del ropero, esta se abrió y se vinieron al suelo todos los discos apilados en su interior. Se mojaron. Me asusté al límite de las lágrimas. Mis hermanos corrieron y me ayudaron a recogerlos uno a uno. Johni, tomó un trapo viejo y empezó a secarlos, pero las fundas estaban húmedas y empezaban a romperse. Entonces tuve la gran idea. Los sacamos al corral, los colocamos sobre las piedras y esperamos unos minutos hasta que estén completamente secos.
El sol de verano era intenso en esos días. Lima vivía uno de esos eventos locos llamados Fenómeno de “El Niño” y teníamos días tan soleados como fríos en verano, pero ese día soleó tanto que aun hoy siento los rayos solares quemando mi piel de niño.
Yeny fue la primera en darse cuenta. Su inocencia fue la alarma que nos mostró la estupidez que habíamos cometido.
- Manito, el disco se ha puesto suavecito. Mira mi dedo lo puede hundir.
- Uy, uy, ya lo malograste Yeny, ya lo malograste ah.
- Henry, ¿está oliendo feo no?
No recuerdo qué le dijimos a mamá. Pero, recuerdo que los discos quedaron como acordeones, retorcidos, maltratados por el sol, inservibles.
Cuando reaccioné, ya habíamos llegado al cementerio y aun no estaba listo el nicho, faltaban los materiales para sellar la tumba. Colocaron el ataúd a descansar al pie de su paradero final, la familia empezó a rodear a Andrea por última vez. Las plantas del monte, el canto de las aves y el ruido de los animales nocturnos de Villa Virgen coronaban el entierro. Nosotros nos abrazamos para darnos fuerza y despedirla como ella nos lo había pedido: “sin llantos, ah, sin lamentaciones. El muerto, muerto está; no quiero teatros cuando me vaya”
El tío Demes trajo el material que faltaba, corrió al río para alcanzar agua al albañil. El tío Donato ayudaba en el trabajo. Colocaron el ataúd al pie del nicho, lo empujaron con cuidado y empezaron a sellarlo. Me acerqué y escribí sobre el cemento fresco “Nuestra brava ayacuchana”.  Los cuatro permanecimos juntos, ahora que veo las fotos, hubo más gente, pero los cuatro siempre estamos ahí, hasta el final con aquella mujer que nos dio todo, todo.

EL VALLE HABLADOR




Fue un viaje largo. A medio día Edith confirmó que viajaba con Álvaro y Ariana. Jonhi llevó a Yarixza y Dayana. Mi tío Guillermo no avisó en casa, Memo se enteraría algunos años después. Partimos por la noche, con la nostalgia de saberla muerta pero convencidos de que su sufrimiento había terminado en este infierno.

Durante la noche de viaje, iba pensando en los paisajes que ella habría visto el mes anterior cunado viajó. Sentí en frío de la nieve, la luna llena me puso más triste aun. Al amanecer, en Huamanga, bajamos presurosos del bus y enrumbamos al paradero que nos llevaría hacia Villa Virgen, el paraíso de mamá.

Fue horrible. El polvo de agosto es insoportable, el sol abrasador incomodó todo el trayecto a Ariana que apenas tenía cinco meses (ese 21 de agosto cumplía un mes más de vida), Álvaro iba medio dormido, medio adolorido, Jimy y Johni no hablaban como en otras oportunidades, ¿qué recuerdos cruzarían pos sus mentes en esas horas de interminable viaje a la selva del Cusco? Presumo que –como yo- también recordaron las cosas que vivimos con mamá.

Debimos llegar a las 3 pm. Eran las 5 y recién ingresamos al pueblito de Lechemayo. Era un pequeño puerto ubicado en las riberas del río Apurímac y en el que no es recomendable pernoctar pues los zancudos y los ronderos no dejan dormir ni media hora (nuestras esposas confirmaron esto un año más tarde cuando prefirieron quedarse a dormir allí para salir temprano de regreso a Ayacucho). Un bote no esperaba para  cruzar a Villa Virgen.
Caminamos media hora hasta llegar a la casa de los abuelos. Cruzamos el río Sinquivine, apenas si pudimos saludarnos, queríamos ver a  Andrea. 

Yeny contó que ella falleció la madrugada del 20 de agosto y que su deseo era estar cerca de sus padres. Así es que decidió llevarla desde Limatambo hasta Villa Virgen en bote, en un viaje a través del río Apurímac que dura una hora y algo más. No pudieron ponerle formol al cuerpo así que tenía que ser todo rápido. Ningún motorista quería llevar el ataúd. Tenían miedo a la muerte, al río.   Por fin, alguien se atrevió y cargaron a mamá. Pesaba demasiado, el ataúd casi se cae, tía Adela resbaló. Yeny solo pedía que la ayuden para llevarla con papá Alejandro y mamá Magdalena que esperaban en ese paraíso llamado Villa Virgen. 

Cuando llegamos, Yeny estalló en llanto. Nos reclamó todo lo que pudo, sufrió todo lo que debimos compartir los cuatro hermanos. Nunca más habló del tema. Johni quiso llorar al verla, balbuceó algunas palabras, la miró por unos instantes, jimy fue a calmarlo. Él no lloró.

Yo quería llorar, me dolía el pecho, presionaba mis dientes y miraba a mi esposa, a mis hijos. No lo hice, no sé porqué, creo que era el momento pero callé. Siempre me dijeron que la responsabilidad del mayor es dar el ejemplo y creo que eso me ha marcado hasta ahora. Mis hijos se podían asustar, preferí llorar a solas, como tantas veces lo he hecho.

El cuerpo inchadito de mamá no soportaría un día más de funerales. El tío Guillermo preguntó si queríamos sepultarla esa misma noche y los cuatro respondimos que sí. 

Fuimos al pueblo a comprar el nicho, buscamos a un amigo que nos habían recomendado y pasadas las ocho de la noche empezamos a despedirla de este mundo.

La carita de mis abuelos estaba congelada. Era la hija mayor la que se les iba. Era su Andrea, esa mujer brava que no le temía a nada. Papá Alejandro estaba ido, atónito, no conversaba. Mamá Magdalena lloraba de rato en rato y decía algunas cosas en quechua que ya no entiendo. Era increíble que una mujer así, haya encontrado un final tan miserable con esa enfermedad que la consumió sin darle tregua.

Los hermanos de Andrea levantaron en ataúd y avanzaron hacia el río Sinquivini. Cruzaron despacio, cada paso era interminable, el mínimo descuido y mamá terminaba en el río. Pasó sin mayor complicación y en medio de la noche avanzamos hacia el cementerio del pueblo.

El tío Donato llamó a un amigo suyo para que prepare el nicho. Los tíos Demes y Narda fueron a buscar agua, arena, ladrillos para tapiar la cámara. Todos en silencio.  Los tíos Zenobio y Agripina  empezaron a repartir un licor extraño que me calentó las entrañas en segundos. Por unos instantes se rompió el silencio con algunas bromas y anécdotas que contaron los tíos sobre las anteriores oportunidades que viajamos a ese lugar.
Casi a las nueve de la noche llegaron los hermanos religiosos de los abuelos y empezaron a cantar y rezar por el descanso de mamá. Colocaron su cuerpo en el nicho, sellaron la cámara y al momento de poner su nombre, tomé una rama y escribí

“Andrea palomino Guillén
Nuestra brava ayacuchana”

De regreso al pueblo, vimos a mamá Magdalena decaída. Ya no caminaba, estaba rengueando, a los dos días tuvimos que llevarla de emergencia pues sufrió un derrame cerebral y casi pierde la vida.

Al día siguiente, salimos al río y entendimos porqué mamá quiso morirse allá. Villa virgen es un paraíso, es ese paraíso negado de todo ser humano que vive encerrado en este valle hablador. Ella prefirió irse a su valle, al valle del río Apurímac, al valle que le dio tranquilidad para morir en paz con todos, con nosotros, con ella misma. 

Yeny cuenta que no sufrió al morir, que fue solo un instante de quejas y delirio por los dolores de la enfermedad. Solo eso.

Mientras nos bañábamos en el río sinquivini, recordé a esa mujer ayacuchana de la que te he contado su vida esta noche para que se pueda ir en paz… para que yo esté en paz.