domingo, 8 de noviembre de 2009

ESTO NO TIENE NOMBRE

El negocio era lo suyo. No había nacido para obedecer a otros, su carácter no la dejaba.
Desde “El Milagro” se mostraba así. Tenía su tiendita y vendía de todo. Era muy curiosa para surtirse con productos de todo tipo y contar con el pedido de sus caseritas. Iba al mercado de Caqueta y se llenaba de cosas en un costalillo y una o dos bolsas de malla más (de esas que apenas se pueden levantar por el peso que llevan). Los cargadores sacaban sus paquetes hasta la avenida y de ahí abordaba el transporte hasta el paradero “El Milagro” (al final del enorme cerco que había colocado entonces la Universidad de Ingeniería, pasando la puerta siete y que ahora es una tienda comercial de la empresa Metro). Ahí empezaba su calvario pues el tramo hasta la casa era largo; cinco cuadras hacia arriba, paralelos al muro externo de la universidad, dos cuadras más a la derecha como bordeando las faldas del cerro y luego el ascenso hasta media cumbre (que eran como tres cuadras mas). Su suerte cambiaba si pasaba un triciclero aunque lo normal era que ella jale sus bolsas y costalillo incluido por todo ese tramo. Iba en tramos cortos, a menos de media cuadra, confiando en que no le roben, como un hombre, con las bolsas en cada brazo, luego el saco sobre sus hombros, chorreando de sudor, rabiando su matrimonio, animada por la necesidad, como chola brava, como brava ayacuchana. , chorreando de sudor, rabiando su matrimonio, animada por la necesidad, como chola brava, como brava ayacuchana. Y llegaba. Extenuada, casi sin aliento para atender, con los hombros quebrados por tanto peso, las manos rojas de tanta presión, adormecidas, al límite del colapso. Y empezaba a atender a la clientela, sobre la marcha, a veces oliendo fuerte, a veces empapada en sudor, muchas veces ambas cosas, pero eso importaba poco, ella debía vender.
En algunas ocasiones su cuñado, Ricardo, la esperaba en el paradero y le ofrecía su ayuda. Su cuerpo menudo, esa carita alegre con labios pequeños y juguetones sirvieron para que lo bautizaran como “pajarito” (años después la fama del pajarito la llevó a las peleas pues saltaba y dirigía cada patada en el aire que parecía un pajarito dando brincos; sobre todo cuando le pegaba a su esposa - charito le decía – de mayor fuerza y peso que él pero que igual sucumbía ante los movimientos de Ricardo.
-Andreíta, te ayudo.
-Gracias Ricardito, no sé qué haría sin tu ayuda ah.
-No te preocupes que para eso está la familia.
-¿cómo está doña Agustina?
-Ah, mi vieja con sus problemas. Ahí va ella, está bien.
-En la tarde me haré un tiempito para visitarla. Le avisas.
-No!, no vayas. Creo que va a salir, algo así escuché por la mañana. Mejor otro día.
-Ah, bueno, entonces le llevas estas naranjitas. ¡Mira como han quedado de tanto golpe! Ay, que pena. ¡Mira tu camisa! qué te van a decir ahora.
-Descuida que iré a cambiarme de inmediato. Gracias por las naranjas. Nos vemos andreíta.
Así era él. Alegre, extrovertido, palomilla, pícaro y juguetón (ya de adulto le agarró la melancolía y terminó encerrado en sus problemas, aturdido por los golpes que marcaron sus infancia decidió irse al norte del país a buscar quién sabe qué y con quién sabe qué persona). Los demás hermanos eran unos pendejos. Podían ver a su propia madre y era casi seguro que se le escondía por no ayudarla con las bolsas del mercado. ¿y ayudaban a Andrea? ¡carajo!, no bromees así. Ella era serrana pues, cómo crees; no jodas hombre, cómo va a ser eso, ni de a vainas. No, eso no.
¿Tanto así? Si pues, Andrea contaba que en una ocasión ella estaba jalando –literalmente arrastrando – su pesada bolsa con verduras y menestras cuando justo pasó por ahí José Raúl con su moto Yamaha 50 de color azul y aunque ella le gritó varias veces, él no volteó ni a mirarla, simplemente pasó de largo como si en esa calle no hubiera nada más que el ruido de su moto y el viento que flequeaba su ropa. Ella nunca le perdonó eso.
Cuando se fueron a vivir a Víctor Raúl fue lo mismo. Puso su tienda de abarrotes, alistó sus costalillos, su canasta de mimbre, las bolsas de malla, y al negocio. ¡ah! Esta vez previno todo pues hasta una carretilla había comprado para que sus hijos la esperen en el paradero “La Curva” de la línea 90 a Payet.
Su día empezaba a las cinco de la mañana. Alistaba todo (desde el desayuno de sus hijos hasta la lista de productos que iba a comprar) y se iba al mercado de Caqueta. Corría para acá y para allá. Era muy agilita comprando. Además, ya tenía unos caceritos a quienes pedía el mejor producto, la yapita, el fiado, el pago a medias. Todo valía en este negocio que venía levantando entre sius hombros ella sola.
Ahora que menciono fiados, no olvido aquella vez en que regresó a casa con los ojos rojos (solo ella sabe cuánto lloró esa mañana) pues unos desgraciados se hicieron pasar por cargadores y le robaron las compras de varios días, todo su capital, todo el esfuerzo acumulado de años de sacrificio, le dolió hasta el alma. Los caceros le fiaron todo, la tranquilizaron. A algunos les quedó debiendo por años, a otros jamás terminó de pagarles; por eso debía trabajar hasta los domingos, para ella no había feriado, no había enfermedad, no había salida por las tardes, no había fiesta, no habían penas, nada, nada. Así era el negocio pues.
¿Cómo explicarle que la profesora quería verla esa mañana?
¿Cómo pedirle que deje de trabajar para que vaya al colegio a que le digan que su hijo está con bajas calificaciones?
¿De dónde sacaría dinero ese día para que sus hijos coman?
¡Qué lío! Igual se lo dijo.
Ella hizo las compras más rápido que de costumbre, diez minutos antes de las ocho estaba bajando del bus. Cogió la carretilla, colocó sus bolsas, bajó presurosa por la angosta vía en forma de rampa que la llevaba todos los días a ese inmenso hueco llamado Urbanización Víctor Raúl (antes había sido una inmensa fábrica de ladrillos calcáreos y había horadado al pie de un cerro al punto que ahora solo se ve una enorme poza con pequeñas casitas al interior, ahora es mi barrio)
… llegó a casa, dejó todo, tomó una bolsa con un cuaderno y algunas hojas sueltas que siempre utilizaba para anotar las cosas pues temía olvidarse algún detalle o pedido de sus compradoras. Salió presurosa, directo al colegio.
Los dos en silencio, uno imaginando la paliza que le esperaba por la tarde, la otra pensando en las ventas que perdería si demoraba demasiado en la escuela.
Llegaron a las ocho con cinco minutos, cruzaron el portón metálico color plomo, avanzaron al aula de sexto grado de primaria y ahí –en la puerta del aula- estaba la profesora Salomé, esperándola.
-¿y qué le dijo la profesora?
- ¡qué curioso eres oye!
- ya pues. Algo te habrá contado imagino. Una sacada de mierda fácil ¿verdad?
- eso fue lo más raro sabes. No hubo golpes. La verdad es que no sé que le dijo la profesora; y aunque estuvo rara toda la tarde y media ida porque no atendió bien a sus clientes, sirvió para sacar cita con el psicólogo nuevamente.
- jajajajaja. ¿Tú al psicólogo?
Era la tercera vez, sabes. Ya se estaba haciendo costumbre, fue la terapia más larga de todas. Nunca la terminé.

viernes, 16 de octubre de 2009

ILUSIÓN ESCOLAR

Excelente. No podía ser mejor. El tibio medio día primaveral lo decía todo: los cerros desnudos que rodeaban el Centro Educativo 2052 “María Auxiliadora” habían cambiado desde que él ingresó a este colegio. Ahora lucían cubiertos con unos pinos pequeños y olorosos muy agradables; se habían convertido en la estación natural de muchas aves que emocionaban con ruidosos cantos y alborotado vuelo de ocho de la mañana. El cerro marrón estaba medio verde. El otrora monstruo empedrado en cuya espalda había un puente colgante sobre el tenebroso río de lava ya no existía más; ya no importaba, el colegio estaba mucho mejor que en mil novecientos ochenta cuando llegó.
El día anterior José Raúl trajo la mejor noticia. Había retronado a su trabajo y el gerente de la Pilsen Callao le pidió que se haga cargo de la planta distribuidora de Independencia. Ya no importaba cuanto habían sufrido pues, por fin, las cosas volverían a su normalidad.
Por cierto, había escuchado a Isidoro Olarte pedirle a su esposa que regresen a Lucanas. Leocadia aceptó sin titubeos con la única condición de dejarlo todo, casa, amigos, traiciones, pasado, todo. Él aceptó. Viajarían este fin de semana y aunque Andrea aun no se había enterado sería una de las personas más felices pues luego de tres años de tormentos no volvería a escuchar esa voz chillona torturándola con sus recuerdos.
Él estaba feliz porque había escuchado a su padre decir que por la tarde irían de compras a la plaza Unión. Tantas veces había soñado con esas botas cortas de cuero oscuro cubriéndole los pies que llegó hasta a odiar a Jimy por las botitas de niño que aun lo acompañaban. Pensaba en el modelo, que no sean muy bajas, marrón o guinda como las de su padre, suela gruesa, con cierre interior, mejor sin cierre, que sean enteras para que se vean mejor. Eran suyas, ya sentía el olor del cuero, la textura de la planta. Eran suyas. El sobresalto del recuerdo lo hizo reflexionar. Esta vez no se separaría de su padre pues la única vez que le compró unas botas eran horribles: la planta gruesa, de goma, marrón oscuro espantoso, con ojales tan gruesos como el diámetro de su dedo meñique y ni que decir de los pasadores largos y toscos. Imagínate una bota con pasadores; igual se las puso, pero repito que eran horribles.
Se aseguraría que a su madre le compre ese vestido verde floreado que siempre mencionaba, que tanto anhelaba (desde pequeña Andrea tuvo afición especial por ese color, por su lorito, por el prado, por sus polleras, por su Esccana, por su mundo. Es más, su último deseo antes de viajar a morirse en Villa Virgen fue que la entierren con un vestidito verde floreado) y que nunca pudo encontrar en Lima. ¿y sus hermanos? No, no. Primero estaban sus botas. Pero, era el mayor de los hermanos, tenía que hablar por ellos, sobre todo por Johni que recibía lo que le daban sin cuestionar nada. Yeny era peor pues sonreía y recibía de buena gana lo que le daban y aunque después dejaba el regalo en algún lugar, nunca le había escuchado reclamar por otro. Colocaba su mano abierta en la boca, con los dedos extendidos hacia arriba, tocando la punta de la nariz y cubriendo sus fosas nasales como intentando oler algo entre esos dedos pequeños e inocentes (hasta ahora ella es así, no cuestiona nada aunque después se arrepienta y diga que sus hermanos deciden por ella. Ay, Yeny) ¿Jimy?, Jimy era otra cosa. Era casi seguro que meditaría bien su pedido, lo compararía con el de sus hermanos, evaluaría un par de veces mínimo y no descansaría hasta obtener el suyo y de manera exclusiva. Y eso que tenía solo seis años.
A la salida del colegio iría corriendo hacia el protón principal de la escuela, saltaría a la calle que lo llevaba de frente a la entrada posterior del barrio de Víctor Raúl. No, no. Mejor iría por la parte trasera del colegio, hacia la iglesia (ahí donde hacía unos días peleó con Ricardo “cunguito”, endemoniado enano, ex amigo, que le había roto los botones de la camisa de poliseda con la que iba a estudiar). Listo, se iría por la iglesia, bajaría por la pequeña pendiente hacía la entrada posterior de su barrio, saltaría los dos pequeños barrancos que habían hasta su casa y así llegaría más rápido. Almorzaría el delicioso puré de papas amarillas con leche y perejil oloroso que solo su madre sabía preparar, limpiaría todo y esperarían a papá para ir de compras. Ah, ropa ligera, suelta, con buzo y zapatillas, nada llamativo, los choros eran bravos en el centro, se prendían de tus cosas como perros rabiosos y hasta te arrastraban para robarte. Pero estaba con papá ¿qué podría pasarles? Nada, nada, todo era perfecto.
El ruido de la campana escolar indicó la hora de salida. La profesora Salomé Esparta de Livoni se le acercó, le dio una suave palmadita en la espalda. No era la primera vez.
- despierta ¿otra vez durmiendo en pleno examen?
- Discúlpeme señorita, no volverá a pasar.
- Es la tercera vez hijo. Lo peor es que no has resuelto nada en el examen.
- Me gustó mucho la lectura de Paco, señorita, sobre todo esa parte donde Grieve dice que tiene peces en su sala para él solito, pero luego me dio mucho sueño ese cuento.
- Ya veo. Lleva esta citación a tu madre y le dices que mañana ingresarás solo con ella. Si no viene, te regreso a tu casa. ¿está claro, hijo?
- Pero mi mamá trabaja señorita.
- Pues deberá hacerse un tiempo para venir.
- Ella siempre está ocupada señorita. Se va a molestar conmigo.
- Mira hijo, tus calificaciones han bajado mucho en este periodo. Es por tu bien. Dile que venga por favor.
- Está bien señorita. ¡hasta mañana!
- ¡hasta mañana hijo! Por cierto, no pienses mucho en Paco y preocúpate por tus cosas ah.
- ¡hasta mañana señorita!

Había que pensar pronto en como le diría a su madre. Ella se había dedicado a mantenerlos desde que su padre los abandono y no podía descansar un solo día. La necesidad había hecho que el negocio sea lo suyo. Ella no había nacido para obedecer a otros, su carácter no le ayudaba. En cambio en su tiendecita, ella era la jefa, ella ordenaba, ella despachaba, ella era todo.

viernes, 9 de octubre de 2009

LA DESPEDIDA

De pronto se fue a un lado del terminal terrestre, casi al pie de la puerta del bus de la empresa Molina. Fue como si un resorte la hubiese impulsado hasta ese lugar. No quería despedirse. Se aguantó las lágrimas, apretó los dientes, se puso seria. Así era Andrea. La miré, busqué sus ojitos amarillentos y hundidos, maltratados por su enfermedad; no la encontré, no la pude ver. Respiré profundamente, abracé a Jimy y casi llorando le pedí que cuidara a nuestra viejita, que no la dejara sola y si se podía, que regrese con ella a Lima.
Él es como Andrea, pura piedra, roble bravo, es todo un Palomino.
Yo no pude, aun hoy no puedo, aun la busco en mi retina y la veo corriéndose a esa esquina del terminal terrestre, alistándose para abordar el bus que la llevaría a Huamanga.
Me acerqué a ella, la envolví entre mis brazos suavemente para no maltratarla. Fueron unos segundos de silencio doloroso e interminable que ella rompió con una frase.
- No te preocupes, estaré bien. Es mejor así.
- Cuídate viejita linda, te quiero mucho, no demores, le dije.
Di unos pasos hacia atrás pues sentí el tumulto familiar que venía a mis espaldas, ellos también querían despedirse; para mí fue la última vez.
Mientras subían a ocupar sus asientos, miraba como la frágil silueta de la brava ayacuchana se perdía en el pasillo. Quería pensar en otra cosa que no fuera ella, miré hacia otro lado, no pude. Traté de jugar con mis ideas, pero solo me salían versos para ella.
Andreíta, Andreíta
Ya te vas mi linda viejita;
Ya no volverás, ya no volverás,
A darme tu tierna sonrisita,
A darme tu despedida ayacuchanita.
La miré una vez más. Se había recostado hacia la ventana para que no la viéramos llorar.
Su carita melancólica y famélica me hizo recordar aquella tarde del verano de 1986 cuando le dije que ya no podía más, no soportaba ni un minuto más. Ella me miró, me tomó de las manos y me dijo:
- Entonces regresemos, dejemos todo y regresemos a nuestra casa hijito.
Nada fue igual para ella aun cuando José Raúl volvió a la casa terminó atropellado a los pocos días. Leocadia no se cansaba de soltarle frases groseras. Las vecinas del barrio le pidieron que no se vaya, que se ponga fuerte.
- ¡Cómo te vas a ir tú!, ella es la que jode, ella es la pendeja que se fue con tu marido.
- ¡Que se vaya ella!, si quieres la sacamos por ti Andreíta, sentenciaba Macaria, su mejor amiga.
- ¡No!, no quiero más problemas, mis hijos, yo; ya no soporto esto. Aun cuando cambié mi casa, sigue con lo mismo. Lo mejor es que me vaya.
Estaba convencida que solo así se terminarían sus problemas. Ya le habían dicho para irse a San Juan de Lurigancho pero su orgullo no la dejó aceptar. Prefirió ir a Santa Rosa, frente al aeropuerto Jorge Chávez.
Fuimos entrada la noche, habían numerosas personas moviéndose entre el basural y el maloliente terreno, caminaban en todas las direcciones, era un caos silencioso, las esteras, las cañas, las cuerdas, todo caminada al compás del desorden nocturno, todo.
Yo me cogí fuertemente de su blusa pues tenía las manos ocupadas llevando una estera. Estaba decidida a todo.
- Si sale todo bien hijito, me decía, dejamos Víctor Raúl para que nos torturen más esas loca y su familia. Tienes que ayudarme, eres el mayorcito y tenemos que hacer esto por tus hermanos, por ti, por mí.
- Pero esto apesta mamá. Nadie nos conoce. Nos pueden robar las cosas.
- ¡No hijo!, aquí están algunos vecinos y tu tío César también ha venido. Con ellos vamos a estar.
Esa noche dormimos en el suelo, abrigados por una estera desnuda y las cañas que la soportaban para que no nos caiga encima.
El sol salió muy radiante, los rayos tempraneros me levantaron antes de las seis de la mañana. Miré el suelo liviano sobre el que habíamos dormido. Era un colchón de plumas de aves, desperdicios del mercado, basura. Salí de la estera y la vi contemplando el horizonte tétrico que ofrecía ese paraje invadido la noche anterior. No se iría, su mirada penetrante y la rudeza del rostro curtido por los golpes que le habían propinado en los últimos años decían que no se iría, pelearía hasta el final.
Yo no pude, me ganó la cobardía, prefería el terral de Víctor Raúl al basural de Santa Rosa, no me esforcé mucho para convencerla aunque casi me enfermé de tanto buscar palabras para retornar a casa. Solo soporté dos días, dos días interminables de lamentos y reencuentro con mis culpas.
En la tarde siguiente le dije que ya no podía más, no soportaba ni un minuto más. Ella me miró, me tomó de las manos y me dijo:
- Entonces regresemos, dejemos todo y regresemos a nuestra casa hijito.
Pensé que esta vez sería igual, pensé que haría lo mismo; pero nunca bajó. Te confieso que aun hoy tengo la sensación que lo hará, como siempre lo hizo, como quisiera que lo haga.

sábado, 26 de septiembre de 2009

EL VIAJE DE MAMÁ

De repente empezó a sentir la nieve frotando su rostro. Esa puna nevada siempre le había llamado la atención, siempre quiso pisar esos copos blancos pasarlos por sus labios y disfrutarlos en toda su frialdad. Esta vez, a través de la ventana del bus, disfrutaba del paisaje de su puna y –aunque no supo explicar cómo - tocó la nieve, corrió como una criatura detrás de una vicuñita que le salió al paso. Era media tarde, la nieve rayaba en todo su esplendor iluminada por el pálido sol en el camino a Huamanga, era su último viaje, ella lo sabía y por eso quería disfrutarlo al máximo.
Atrás habían quedado sus recuerdos tristes. La enfermedad que la estaba matando de a pocos ya no era problema, había aprendido a convivir con ella. Andrea era así, no le tuvo miedo ni a la muerte.
-hay días en que ella me agarra a golpes y me tumba como si me estuviera pateando los huesos –decía algunas veces – pero yo le gano pues. Me paro y le muerdo, le jalo los cabellos. Las dos nos damos, que creen. Esa cojudez no me va a ganar a mí, concluía.
Desde pequeña había sido así. No le gustaba mostrar ni su dolor ni sus penas. Esta vez tampoco sería la excepción. Quería ir a morirse a su selva, en su monte, entre las aves y el ruido del río Apurímac, al compás de la naturaleza; pero sobre todo, retirada de la compasión de la gente que la conocía y estimaba tanto que no le quería dar mayor sufrimiento. Pensó en todo, los gastos de sepelio, el ataúd, el cementerio. No, era demasiado para morirse en Lima. Lo mejor era irse a la selva, visitar a sus padres y morirse tranquila por allá sin que nadie la moleste. Y así fue.
Un día antes nos reunimos en casa. Conversamos con ella hasta tarde y nos levantamos temprano para despedirla como solo ella deseaba. Era costumbre de la familia.
- Le entregas esta lana a Edith, me dijo, dile que termine de tejerle estas botitas a Ariana pues ya no puedo terminarlas y mañana viajo.
- Tú no estés cometiendo más errores con los hombres. le dijo a Yeny, ya bastante has sufrido para seguir dando tumbos. Es hora de encaminarte, hazlo por tu hija y por ti, no seas tonta, no desperdicies tu vida hijita. Eres linda y joven. Ya te llegará un hombre que te valore, pero hasta entonces no permitas que te falten el respeto. Hazte valorar mamita, date tu lugar.
- Tú, cuida a tus hijas. Dayana y Yaritza son el futuro que estas sembrando desde ahora. Tus niñas van a agradecerte algún día todo lo que haces por ellas ahora. No las vayas a abandonar hijito. Mírame, yo crié a cuatro hijos, les di estudios, les estoy dejando toda mi vida como herencia, ya están logrados, yo me voy a morir tranquila porque sé que no van a sufrir, sé que no pasarán lo que yo. Johni, hijito mío, no seas como tu padre, rompe esa cadena y demuéstrate que si eres buen padre. Las cosas que hagas, hazlas por ellas. Con mucha alegría, sin malicia. Verás que todo te irá bien, ya verás.
- Y tú no me estés tomando tanto. Deja a ese amigo tuyo, Jesús, si él se vuelve alcohólico es su problema. No sigas los malos ejemplos ni estés dando espectáculos penosos en la calle hijito. ¿qué quieres, que te orine el perro en la cara cuando te quedes dormido en alguna esquina? ¿quieres que te rompan la cabeza o te asalten por andar borracho como la vez pasada? No Jimy, esas cosas no te llevan a nada hijito. Utiliza tu platita en algo más valioso, come bien, sal a pasear, viaja al lugar que quieras, pero no estés tomando hijo mío.
Esa noche la despedimos para siempre. Le prometimos estar juntos, no enfrentarnos por las cosas que ella estaba dejando. Le prometimos respetar su decisión al momento de repartir sus propiedades. Esa tarde había redactado un testamento de puño y letra y dejaba como testigos a los tíos Richard Delgado y Rosario Vicente. Los cinco estuvimos tranquilos, habíamos convivido con su cáncer durante dos años y no queríamos que sufra más. Fuimos más hermanos que nunca, más hijos que nunca, fuimos una familia.
Cuando cerró sus ojitos, sintió una paz inmensa que refrescó su piel maltratada por la vida. Sintió una caída de agua fresca sobre su cabellera cana, disfrutó de la fría sensación del descanso. Esa sensación empezó a recorrer su cuerpo, llegó hasta la punta de los pies y regresó hasta golpear suavemente su frente, como la brisa andina que sopla por la tarde al pie de un huayco, como el airecito que refrescaba su Esccana en las tardes de mayo. Estaba llegando al final de su destino, volvía a sus raíces. Bajó la cabeza y dejó de moverse.
Algunas horas más tarde, amanecía en Huamanga. Guillermo y Teodosio seguían durmiendo. Jimy siempre al pie de su madre, tenía la mirada fija en el paisaje. También era su tierra, la sentía propia, la disfrutaba. La nostalgia ayacuchana era así. Es una melancolía que te cubre el cuerpo por completo, que te llena de una dicha melancólica muy rara. Andrea despertó quejándose por unos dolores de espalda debido al trajinado viaje.
-¿está bien viejita linda?
El silencio de mamá lo preocupó un poco. La miró fijamente, no notó nada extraño. La dejó tranquila por un momento más. Había caído la tarde en la ciudad y debían alojarse para salir al día siguiente rumbo al valle del río Apurímac, la última morada de mamá.
Nunca olvidaré el día que partió, domingo 26 de julio, vivió un mes más allá; pero se fue para siempre de este valle hablador.

sábado, 31 de enero de 2009

EL ÚLTIMO DE TODOS (segunda parte)

- Andrea, Andrea, mierda, sal que han matado a tu hijo. Corre carajo, corre.

Andrea estaba sentada en su pequeño comedor escuchando música cuando oyó todo. Se quedó estática, no lloró, solo imaginó quien sería esta vez. Cuando vio entre las esteras de su casa el cuerpecito que venía entre los brazos de su amiga, entendió de quien se trataba. Su mente hiló miles de ideas; recordó el nacimiento de su hijo, peludito como un mono, gritando en plena selva; sufrió esos segundos pensando lo que pasó para cambiarle el nombre mal escrito por el secretario del pueblito de Villa Virgen, quien lo había inscrito como Yimy y ella quería Jimy; recordó el gusto especial que le tenía a su única mamadera (la que lo acompañó hasta los siete años en el colegio primario) y tenía forma de Pedro Picapiedra; recordó esos gritos diciendo ¡quiero mi agua azucarada!, ¡quiero mi agua azucarada! Y finalmente sintió la mano de su amiga. Cogió a su último hijo, lo llevó hacia el cuarto y lo recostó en su cama.
Afuera, la gente se había aglomerado e intentaba ver lo ocurrido. En minutos el accidente se había convertido en tragedia de todo el barrio. El camionero estaba detenido, un grupo de vecinos liderados por Hilario Huanca no lo dejaban partir y la gente se enardecía cada vez más con el inocente conductor.
Esa mañana, cuando Jimy salió de la casa, el camionero había estacionado para vender plátanos a los vecinos de Towsend Escurra. Él siguió conduciendo su camioncito y avanzó por debajo del enorme camión platanero. Aun no había cruzado todo el vehículo cuando se puso en marcha de manera repentina. Esa mañana ocurrieron dos milagros: ese tipo de transporte siempre va lentamente para seguir vendiendo y llamando agente a través de sus altavoces. Las llantas cogieron al camioncito de plástico, lo levantó y reventó las llantas traseras; luego, lo cogieron de sus botas y lo tumbaron. La caída lo dejó inconsciente y ahí empezó todo el drama, la gente gritó, Macaria llevó a Jimy a los brazos de Andrea y el camionero, luego del susto, nunca más regresó por el barrio.
Cada vez que Jimy recuerda este incidente dice que fueron sus pibes los que le salvaron la vida. Esos pibes los guardó durante años, eran su adoración. No recuerdo como las dejó, hace unos días le preguntaré por ellas. Aunque ya está un poco viejo para esos recuerdos pues tiene 30 años, me sorprendió lo que dijo:


"Las pibes, esas botas hasta ahora las tengo en mis pensamiento, pues que fueron las únicas botas que tuve durante toda mi vida, y me quedaban grandes; por cierto, eran de color maíz oscuro, o quizá caqui pues de colores nunca supe nada. Ese día me acuerdo que las llantas pasaron sobre mis botas tocándome un poco los dedos y cuando salió volando el camión de plástico volé junto con él salimos con fuerza debajo del camión de plátanos.
Ah, las botas las regalón mandándolas a la selva; me acompañaron hasta Canto Grande, como no las usaba me daban mucha pena tenerlas en un rincón; más pena me dio cuando las regalaron, pero como todo tiene un propósito y un ciclo en esta vida… Creo que así fue con las pibes, me salvaron la vida, y de seguro lo hicieron con alguien más"

sábado, 24 de enero de 2009

EL ÚLTIMO DE TODOS (primera parte)

Su nacimiento fue muy peculiar; lo hizo en la selva del Cusco en 1979 y cayó directamente a los zapatos de su padre. José Raúl no atinó a nada, él –seguramente por el golpe- dio su primer grito de vida y la verdad es que sonó más a aullido de mono que a ser humano. Por alguna razón el nombre no fue problema pues Andrea ya lo había decidido, se llamaría Jimy Emerson y sería el último hijo –decía cada vez que se lo recordaban- pues este le había dolido demasiado (si nació pesando más de cuatro kilos)
El verano de mil novecientos ochenta y tres también fue especial para él. La navidad de mil novecientos ochenta y dos José Raúl le había comprado un camión enorme para que juegue en las polvorientas calles de Víctor Raúl Haya de La Torre; pero, ese mismo día fue atropellado y el regalo no llegó para esa navidad. Varios días después del accidente, Ricardo –su hermano- fue por el auto Opel de Raúl que había quedado en el pueblo joven El Ángel. El recorrido hasta la casa era de unos siete kilómetros, siete largos e interminables kilómetros que casi terminaron en tragedia pues Ricardo nunca había conducido un auto y se atrevió a llevarlo. Aunque él contó que en el trayecto se estrelló contra un poste eléctrico y chocó en una casa, jamás explicó que sintió al hacer tamaña estupidez solo por quedar bien con su cuñada y sus sobrinos.
Cuando llegó el Opel, fueron hacia la parte trasera y se apresuraron en abrirlo. Ahí estaba el regalo: era un camión de plástico de color verde, enorme, casi del tamaño de Jimy, brillaba a juguete nuevo, luciendo unas llantas negras listas para correr por la tierra llevando piedras y maderas, restos de carrizo y cartones. Era su camión, su segundo camión de carga.
Una de esas mañanas típicas de verano con sol radiante, cielo despejado, poco viento y ruido callejero, ocurrió lo que se esperaba. A todos les había tocado, los tres hermanos mayores tuvieron su drama, Andrea lo suyo, faltaba él; así es que nadie se sorprendió más de la cuenta cuando ocurrió, total ya era común en esa familia amanecer con sobresaltos y acostarse por las noches con alguna noticia trágica (aunque como dije anteriormente, la tragedia la ponía la gente pues en realidad eran travesuras de niños que terminaban con olor a embrujo o maldición familiar).
Luego del desayuno, Jimy salió con su camioncito a jugar a la calle. No pasaron ni diez minutos cuando la gente empezó a gritar:

-Lo mataron, lo mataron.
-Andrea, tu hijo, tu hijo, lo mataron.
-Maldito asesino, como no vas a ver a esa criatura; era tan inocente, cojudo de mierda, ya lo mataste, solo era un mocoso inocente.

Macaria Blácido fue la más afectada. Ella era amiga inseparable de Andrea, aun cuando ella se fue a vivir años después a San Juan de Lurigancho, se siguieron frecuentando. Ella lo vio todo, no salía de su asombro pero aun así, corrió hacia el pequeño que salió casi disparado por la presión de las llantas del camión de plátanos que pasaba esa mañana por ahí. Levantó a la criatura, la arrulló entre sus brazos y secándose las lágrimas empezó a gritar:

-Andrea, Andrea, mierda, sal que han matado a tu hijo. Corre carajo, corre.

Andrea estaba sentada en su pequeño comedor escuchando música cuando oyó todo. Se quedó estática, no lloró, solo imaginó quien sería esta vez. Cuando vio entre las esteras de su casa el cuerpecito que venía entre los brazos de su amiga, entendió de quien se trataba. Su mente hiló miles de ideas; recordó el nacimiento de su hijo, peludito como un mono, gritando en plena selva; sufrió esos segundos pensando lo que pasó para cambiarle el nombre mal escrito por el secretario del pueblito de Villa Virgen, quien lo había inscrito como Yimy y ella quería Jimy; recordó el gusto especial que le tenía a su única mamadera (la que lo acompañó hasta los siete años en el colegio primario) y tenía forma de Pedro Picapiedra; recordó esos gritos diciendo ¡quiero mi agua azucarada!, ¡quiero mi agua azucarada! Y finalmente sintió la mano de su amiga. Cogió a su último hijo, lo llevó hacia el cuarto y lo recostó en su cama...