Su nacimiento fue muy peculiar; lo hizo en la selva del Cusco en 1979 y cayó directamente a los zapatos de su padre. José Raúl no atinó a nada, él –seguramente por el golpe- dio su primer grito de vida y la verdad es que sonó más a aullido de mono que a ser humano. Por alguna razón el nombre no fue problema pues Andrea ya lo había decidido, se llamaría Jimy Emerson y sería el último hijo –decía cada vez que se lo recordaban- pues este le había dolido demasiado (si nació pesando más de cuatro kilos)
El verano de mil novecientos ochenta y tres también fue especial para él. La navidad de mil novecientos ochenta y dos José Raúl le había comprado un camión enorme para que juegue en las polvorientas calles de Víctor Raúl Haya de La Torre; pero, ese mismo día fue atropellado y el regalo no llegó para esa navidad. Varios días después del accidente, Ricardo –su hermano- fue por el auto Opel de Raúl que había quedado en el pueblo joven El Ángel. El recorrido hasta la casa era de unos siete kilómetros, siete largos e interminables kilómetros que casi terminaron en tragedia pues Ricardo nunca había conducido un auto y se atrevió a llevarlo. Aunque él contó que en el trayecto se estrelló contra un poste eléctrico y chocó en una casa, jamás explicó que sintió al hacer tamaña estupidez solo por quedar bien con su cuñada y sus sobrinos.
Cuando llegó el Opel, fueron hacia la parte trasera y se apresuraron en abrirlo. Ahí estaba el regalo: era un camión de plástico de color verde, enorme, casi del tamaño de Jimy, brillaba a juguete nuevo, luciendo unas llantas negras listas para correr por la tierra llevando piedras y maderas, restos de carrizo y cartones. Era su camión, su segundo camión de carga.
Una de esas mañanas típicas de verano con sol radiante, cielo despejado, poco viento y ruido callejero, ocurrió lo que se esperaba. A todos les había tocado, los tres hermanos mayores tuvieron su drama, Andrea lo suyo, faltaba él; así es que nadie se sorprendió más de la cuenta cuando ocurrió, total ya era común en esa familia amanecer con sobresaltos y acostarse por las noches con alguna noticia trágica (aunque como dije anteriormente, la tragedia la ponía la gente pues en realidad eran travesuras de niños que terminaban con olor a embrujo o maldición familiar).
Luego del desayuno, Jimy salió con su camioncito a jugar a la calle. No pasaron ni diez minutos cuando la gente empezó a gritar:
-Lo mataron, lo mataron.
-Andrea, tu hijo, tu hijo, lo mataron.
-Maldito asesino, como no vas a ver a esa criatura; era tan inocente, cojudo de mierda, ya lo mataste, solo era un mocoso inocente.
Macaria Blácido fue la más afectada. Ella era amiga inseparable de Andrea, aun cuando ella se fue a vivir años después a San Juan de Lurigancho, se siguieron frecuentando. Ella lo vio todo, no salía de su asombro pero aun así, corrió hacia el pequeño que salió casi disparado por la presión de las llantas del camión de plátanos que pasaba esa mañana por ahí. Levantó a la criatura, la arrulló entre sus brazos y secándose las lágrimas empezó a gritar:
-Andrea, Andrea, mierda, sal que han matado a tu hijo. Corre carajo, corre.
Andrea estaba sentada en su pequeño comedor escuchando música cuando oyó todo. Se quedó estática, no lloró, solo imaginó quien sería esta vez. Cuando vio entre las esteras de su casa el cuerpecito que venía entre los brazos de su amiga, entendió de quien se trataba. Su mente hiló miles de ideas; recordó el nacimiento de su hijo, peludito como un mono, gritando en plena selva; sufrió esos segundos pensando lo que pasó para cambiarle el nombre mal escrito por el secretario del pueblito de Villa Virgen, quien lo había inscrito como Yimy y ella quería Jimy; recordó el gusto especial que le tenía a su única mamadera (la que lo acompañó hasta los siete años en el colegio primario) y tenía forma de Pedro Picapiedra; recordó esos gritos diciendo ¡quiero mi agua azucarada!, ¡quiero mi agua azucarada! Y finalmente sintió la mano de su amiga. Cogió a su último hijo, lo llevó hacia el cuarto y lo recostó en su cama...
sábado, 24 de enero de 2009
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