Fue
un viaje largo. A medio día Edith confirmó que viajaba con Álvaro y Ariana.
Jonhi llevó a Yarixza y Dayana. Mi tío Guillermo no avisó en casa, Memo se
enteraría algunos años después. Partimos por la noche, con la nostalgia de
saberla muerta pero convencidos de que su sufrimiento había terminado en este
infierno.
Durante
la noche de viaje, iba pensando en los paisajes que ella habría visto el mes
anterior cunado viajó. Sentí en frío de la nieve, la luna llena me puso más
triste aun. Al amanecer, en Huamanga, bajamos presurosos del bus y enrumbamos
al paradero que nos llevaría hacia Villa Virgen, el paraíso de mamá.
Fue
horrible. El polvo de agosto es insoportable, el sol abrasador incomodó todo el
trayecto a Ariana que apenas tenía cinco meses (ese 21 de agosto cumplía un mes
más de vida), Álvaro iba medio dormido, medio adolorido, Jimy y Johni no
hablaban como en otras oportunidades, ¿qué recuerdos cruzarían pos sus mentes
en esas horas de interminable viaje a la selva del Cusco? Presumo que –como yo-
también recordaron las cosas que vivimos con mamá.
Debimos
llegar a las 3 pm. Eran las 5 y recién ingresamos al pueblito de Lechemayo. Era
un pequeño puerto ubicado en las riberas del río Apurímac y en el que no es
recomendable pernoctar pues los zancudos y los ronderos no dejan dormir ni
media hora (nuestras esposas confirmaron esto un año más tarde cuando
prefirieron quedarse a dormir allí para salir temprano de regreso a Ayacucho).
Un bote no esperaba para cruzar a Villa
Virgen.
Caminamos
media hora hasta llegar a la casa de los abuelos. Cruzamos el río Sinquivine,
apenas si pudimos saludarnos, queríamos ver a
Andrea.
Yeny
contó que ella falleció la madrugada del 20 de agosto y que su deseo era estar
cerca de sus padres. Así es que decidió llevarla desde Limatambo hasta Villa
Virgen en bote, en un viaje a través del río Apurímac que dura una hora y algo
más. No pudieron ponerle formol al cuerpo así que tenía que ser todo rápido.
Ningún motorista quería llevar el ataúd. Tenían miedo a la muerte, al río. Por fin, alguien se atrevió y cargaron a
mamá. Pesaba demasiado, el ataúd casi se cae, tía Adela resbaló. Yeny solo
pedía que la ayuden para llevarla con papá Alejandro y mamá Magdalena que
esperaban en ese paraíso llamado Villa Virgen.
Cuando
llegamos, Yeny estalló en llanto. Nos reclamó todo lo que pudo, sufrió todo lo
que debimos compartir los cuatro hermanos. Nunca más habló del tema. Johni
quiso llorar al verla, balbuceó algunas palabras, la miró por unos instantes,
jimy fue a calmarlo. Él no lloró.
Yo
quería llorar, me dolía el pecho, presionaba mis dientes y miraba a mi esposa,
a mis hijos. No lo hice, no sé porqué, creo que era el momento pero callé.
Siempre me dijeron que la responsabilidad del mayor es dar el ejemplo y creo
que eso me ha marcado hasta ahora. Mis hijos se podían asustar, preferí llorar
a solas, como tantas veces lo he hecho.
El
cuerpo inchadito de mamá no soportaría un día más de funerales. El tío
Guillermo preguntó si queríamos sepultarla esa misma noche y los cuatro respondimos
que sí.
Fuimos
al pueblo a comprar el nicho, buscamos a un amigo que nos habían recomendado y
pasadas las ocho de la noche empezamos a despedirla de este mundo.
La
carita de mis abuelos estaba congelada. Era la hija mayor la que se les iba.
Era su Andrea, esa mujer brava que no le temía a nada. Papá Alejandro estaba
ido, atónito, no conversaba. Mamá Magdalena lloraba de rato en rato y decía
algunas cosas en quechua que ya no entiendo. Era increíble que una mujer así,
haya encontrado un final tan miserable con esa enfermedad que la consumió sin
darle tregua.
Los
hermanos de Andrea levantaron en ataúd y avanzaron hacia el río Sinquivini.
Cruzaron despacio, cada paso era interminable, el mínimo descuido y mamá
terminaba en el río. Pasó sin mayor complicación y en medio de la noche
avanzamos hacia el cementerio del pueblo.
El
tío Donato llamó a un amigo suyo para que prepare el nicho. Los tíos Demes y
Narda fueron a buscar agua, arena, ladrillos para tapiar la cámara. Todos en
silencio. Los tíos Zenobio y
Agripina empezaron a repartir un licor
extraño que me calentó las entrañas en segundos. Por unos instantes se rompió
el silencio con algunas bromas y anécdotas que contaron los tíos sobre las
anteriores oportunidades que viajamos a ese lugar.
Casi
a las nueve de la noche llegaron los hermanos religiosos de los abuelos y
empezaron a cantar y rezar por el descanso de mamá. Colocaron su cuerpo en el
nicho, sellaron la cámara y al momento de poner su nombre, tomé una rama y
escribí
“Andrea palomino Guillén
Nuestra brava ayacuchana”
De
regreso al pueblo, vimos a mamá Magdalena decaída. Ya no caminaba, estaba
rengueando, a los dos días tuvimos que llevarla de emergencia pues sufrió un
derrame cerebral y casi pierde la vida.
Al
día siguiente, salimos al río y entendimos porqué mamá quiso morirse allá.
Villa virgen es un paraíso, es ese paraíso negado de todo ser humano que vive
encerrado en este valle hablador. Ella prefirió irse a su valle, al valle del
río Apurímac, al valle que le dio tranquilidad para morir en paz con todos, con
nosotros, con ella misma.
Yeny
cuenta que no sufrió al morir, que fue solo un instante de quejas y delirio por
los dolores de la enfermedad. Solo eso.
Mientras
nos bañábamos en el río sinquivini, recordé a esa mujer ayacuchana de la que te
he contado su vida esta noche para que se pueda ir en paz… para que yo esté en
paz.
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