sábado, 18 de octubre de 2014

EL VALLE HABLADOR




Fue un viaje largo. A medio día Edith confirmó que viajaba con Álvaro y Ariana. Jonhi llevó a Yarixza y Dayana. Mi tío Guillermo no avisó en casa, Memo se enteraría algunos años después. Partimos por la noche, con la nostalgia de saberla muerta pero convencidos de que su sufrimiento había terminado en este infierno.

Durante la noche de viaje, iba pensando en los paisajes que ella habría visto el mes anterior cunado viajó. Sentí en frío de la nieve, la luna llena me puso más triste aun. Al amanecer, en Huamanga, bajamos presurosos del bus y enrumbamos al paradero que nos llevaría hacia Villa Virgen, el paraíso de mamá.

Fue horrible. El polvo de agosto es insoportable, el sol abrasador incomodó todo el trayecto a Ariana que apenas tenía cinco meses (ese 21 de agosto cumplía un mes más de vida), Álvaro iba medio dormido, medio adolorido, Jimy y Johni no hablaban como en otras oportunidades, ¿qué recuerdos cruzarían pos sus mentes en esas horas de interminable viaje a la selva del Cusco? Presumo que –como yo- también recordaron las cosas que vivimos con mamá.

Debimos llegar a las 3 pm. Eran las 5 y recién ingresamos al pueblito de Lechemayo. Era un pequeño puerto ubicado en las riberas del río Apurímac y en el que no es recomendable pernoctar pues los zancudos y los ronderos no dejan dormir ni media hora (nuestras esposas confirmaron esto un año más tarde cuando prefirieron quedarse a dormir allí para salir temprano de regreso a Ayacucho). Un bote no esperaba para  cruzar a Villa Virgen.
Caminamos media hora hasta llegar a la casa de los abuelos. Cruzamos el río Sinquivine, apenas si pudimos saludarnos, queríamos ver a  Andrea. 

Yeny contó que ella falleció la madrugada del 20 de agosto y que su deseo era estar cerca de sus padres. Así es que decidió llevarla desde Limatambo hasta Villa Virgen en bote, en un viaje a través del río Apurímac que dura una hora y algo más. No pudieron ponerle formol al cuerpo así que tenía que ser todo rápido. Ningún motorista quería llevar el ataúd. Tenían miedo a la muerte, al río.   Por fin, alguien se atrevió y cargaron a mamá. Pesaba demasiado, el ataúd casi se cae, tía Adela resbaló. Yeny solo pedía que la ayuden para llevarla con papá Alejandro y mamá Magdalena que esperaban en ese paraíso llamado Villa Virgen. 

Cuando llegamos, Yeny estalló en llanto. Nos reclamó todo lo que pudo, sufrió todo lo que debimos compartir los cuatro hermanos. Nunca más habló del tema. Johni quiso llorar al verla, balbuceó algunas palabras, la miró por unos instantes, jimy fue a calmarlo. Él no lloró.

Yo quería llorar, me dolía el pecho, presionaba mis dientes y miraba a mi esposa, a mis hijos. No lo hice, no sé porqué, creo que era el momento pero callé. Siempre me dijeron que la responsabilidad del mayor es dar el ejemplo y creo que eso me ha marcado hasta ahora. Mis hijos se podían asustar, preferí llorar a solas, como tantas veces lo he hecho.

El cuerpo inchadito de mamá no soportaría un día más de funerales. El tío Guillermo preguntó si queríamos sepultarla esa misma noche y los cuatro respondimos que sí. 

Fuimos al pueblo a comprar el nicho, buscamos a un amigo que nos habían recomendado y pasadas las ocho de la noche empezamos a despedirla de este mundo.

La carita de mis abuelos estaba congelada. Era la hija mayor la que se les iba. Era su Andrea, esa mujer brava que no le temía a nada. Papá Alejandro estaba ido, atónito, no conversaba. Mamá Magdalena lloraba de rato en rato y decía algunas cosas en quechua que ya no entiendo. Era increíble que una mujer así, haya encontrado un final tan miserable con esa enfermedad que la consumió sin darle tregua.

Los hermanos de Andrea levantaron en ataúd y avanzaron hacia el río Sinquivini. Cruzaron despacio, cada paso era interminable, el mínimo descuido y mamá terminaba en el río. Pasó sin mayor complicación y en medio de la noche avanzamos hacia el cementerio del pueblo.

El tío Donato llamó a un amigo suyo para que prepare el nicho. Los tíos Demes y Narda fueron a buscar agua, arena, ladrillos para tapiar la cámara. Todos en silencio.  Los tíos Zenobio y Agripina  empezaron a repartir un licor extraño que me calentó las entrañas en segundos. Por unos instantes se rompió el silencio con algunas bromas y anécdotas que contaron los tíos sobre las anteriores oportunidades que viajamos a ese lugar.
Casi a las nueve de la noche llegaron los hermanos religiosos de los abuelos y empezaron a cantar y rezar por el descanso de mamá. Colocaron su cuerpo en el nicho, sellaron la cámara y al momento de poner su nombre, tomé una rama y escribí

“Andrea palomino Guillén
Nuestra brava ayacuchana”

De regreso al pueblo, vimos a mamá Magdalena decaída. Ya no caminaba, estaba rengueando, a los dos días tuvimos que llevarla de emergencia pues sufrió un derrame cerebral y casi pierde la vida.

Al día siguiente, salimos al río y entendimos porqué mamá quiso morirse allá. Villa virgen es un paraíso, es ese paraíso negado de todo ser humano que vive encerrado en este valle hablador. Ella prefirió irse a su valle, al valle del río Apurímac, al valle que le dio tranquilidad para morir en paz con todos, con nosotros, con ella misma. 

Yeny cuenta que no sufrió al morir, que fue solo un instante de quejas y delirio por los dolores de la enfermedad. Solo eso.

Mientras nos bañábamos en el río sinquivini, recordé a esa mujer ayacuchana de la que te he contado su vida esta noche para que se pueda ir en paz… para que yo esté en paz.

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