Estaba profundamente dormida, como no lo había hecho en meses. Mucho tuvo que ver la pastilla que le medicó su hermano Guillermo; como fuere, se había dormido y ya era bastante.
Su rostro lo decía todo: las ojeras por las malas noches que había temido en meses, se mostraban como anteojeras cubriendo esos ojos negros, hundidos y amarillentos. Las arrugas recorrían la faz de una mujer que estaba luchando por vivir desde hacía un año atrás; cuarteaban cada tramo de su rostro como indicando la cantidad de veces que le tocó sufrir a aquella mujer que –según decía ella misma- había vendió a este valle de lagrimas, solo para sufrir por los demás. Sus labios arrugaditos y hundidos desnudaban la ausencia dental y junto al color de su piel bronceada por los años era el maquillaje natural más sublime que sus hijos habían observado en ella desde pequeños. El cabello artificial que cubría su cabeza estaba muy maltratado, desprendiéndose de la base y además la hacía ver muy extraña. Era una sensación muy rara. Estaban ahí, frente a una mujer que jamás había dejado de luchar y que aun sabiendo a la muerte cerca de su vida, seguía porfiándola y retando a muchos duelos más.
Era una noche especial para todos pues la pudieron contemplar en toda su dimensión después de años. La verdad es que nunca tuvieron la oportunidad de hacerlo ni la intención de logarlo. Por eso era especial; además, sabían que era una de las últimas veces que podrían hacer ello. No desperdiciaron ni un solo instante y se sentaron a mirarla toda esa noche.
Ella estaba ahí, acostada sobre una sábana blanca y cubierta con unas colchas de colores floridos; llevaba una chompita negra, pantaloncito de lana azul, medias gruesas y de color negro. Había bajado de peso, estaba muy delgada, parecía una niñita frágil cuyos huesos se suspendían de la vida a través de la piel sufrida y bronceada por las inclemencias de de un destino particular que le tocó vivir.
Mientras la observaba, Enrique empezó a recordar aquella vez cuando había enfermado con tuberculosis y quedó postrada en cama un buen tiempo. La imagen de ese niño pidiéndole que no se muera ocupó todo su cerebro. Le prometió muchas cosas, le suplicó de mil maneras; le lloró a esas manitos amarillentas de tanta enfermedad. Es que no era poco lo que le pedía: No quería que se muera. Cuando sintió las lágrimas de su hijo, lo cogió de la cabeza, lo apoyó en su pecho y le susurró:
- ¡No llores hijito, seca tus lágrimas!, aun no es mi tiempo, yo sé cuando me voy a morir, ya conversé con la muerte y me ha dicho que falta mucho para irme con ella.
Mientras recordaba ese momento, Enrique pensó si habría llegado la hora. Total, ella no quería morir de vieja y siempre dijo que cuando quisiera morir, lo haría.
A veces pienso que no quiso dormir todo este tiempo por temor a no despertar más. Enrique la ha escuchado decir que ya no le importa nada, que ahora prefiere morir, que ya está cansada de tanta enfermedad y quiere irse; total ya logró a sus hijos y no tiene nada más que hacer en este mundo. Sus hijos muestran la angustia natural de la muerte, están con ganas de despertarla, vaya a ser que no quiera levantarse más.
Ella me contó un sueño reciente: estaba en su pueblito, con su lorito verde, su cabrita, entre los cerros cubiertos de vegetación y de repente apareció un jinete elegante y muy portentoso que la persiguió por los cerros hasta que la agotó de tanto correr y la alcanzó. Se la llevó hacia sus entrañas, el cerro la estaba llamando y a diferencia de otras veces, ella se cansó y dejó atrapar; se cansó y se dejó llevar a las entrañas de ese ser extraño. Cuando me contó ese sueño se me estremeció la piel, ella y yo sabemos lo que significa, sus hijos no tienen ni idea. Ella está resignada; yo, prefiero esperar pues confío en que seguirá peleando por ella, por sus hijos, por nosotros.
sábado, 30 de agosto de 2008
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