viernes, 16 de octubre de 2009

ILUSIÓN ESCOLAR

Excelente. No podía ser mejor. El tibio medio día primaveral lo decía todo: los cerros desnudos que rodeaban el Centro Educativo 2052 “María Auxiliadora” habían cambiado desde que él ingresó a este colegio. Ahora lucían cubiertos con unos pinos pequeños y olorosos muy agradables; se habían convertido en la estación natural de muchas aves que emocionaban con ruidosos cantos y alborotado vuelo de ocho de la mañana. El cerro marrón estaba medio verde. El otrora monstruo empedrado en cuya espalda había un puente colgante sobre el tenebroso río de lava ya no existía más; ya no importaba, el colegio estaba mucho mejor que en mil novecientos ochenta cuando llegó.
El día anterior José Raúl trajo la mejor noticia. Había retronado a su trabajo y el gerente de la Pilsen Callao le pidió que se haga cargo de la planta distribuidora de Independencia. Ya no importaba cuanto habían sufrido pues, por fin, las cosas volverían a su normalidad.
Por cierto, había escuchado a Isidoro Olarte pedirle a su esposa que regresen a Lucanas. Leocadia aceptó sin titubeos con la única condición de dejarlo todo, casa, amigos, traiciones, pasado, todo. Él aceptó. Viajarían este fin de semana y aunque Andrea aun no se había enterado sería una de las personas más felices pues luego de tres años de tormentos no volvería a escuchar esa voz chillona torturándola con sus recuerdos.
Él estaba feliz porque había escuchado a su padre decir que por la tarde irían de compras a la plaza Unión. Tantas veces había soñado con esas botas cortas de cuero oscuro cubriéndole los pies que llegó hasta a odiar a Jimy por las botitas de niño que aun lo acompañaban. Pensaba en el modelo, que no sean muy bajas, marrón o guinda como las de su padre, suela gruesa, con cierre interior, mejor sin cierre, que sean enteras para que se vean mejor. Eran suyas, ya sentía el olor del cuero, la textura de la planta. Eran suyas. El sobresalto del recuerdo lo hizo reflexionar. Esta vez no se separaría de su padre pues la única vez que le compró unas botas eran horribles: la planta gruesa, de goma, marrón oscuro espantoso, con ojales tan gruesos como el diámetro de su dedo meñique y ni que decir de los pasadores largos y toscos. Imagínate una bota con pasadores; igual se las puso, pero repito que eran horribles.
Se aseguraría que a su madre le compre ese vestido verde floreado que siempre mencionaba, que tanto anhelaba (desde pequeña Andrea tuvo afición especial por ese color, por su lorito, por el prado, por sus polleras, por su Esccana, por su mundo. Es más, su último deseo antes de viajar a morirse en Villa Virgen fue que la entierren con un vestidito verde floreado) y que nunca pudo encontrar en Lima. ¿y sus hermanos? No, no. Primero estaban sus botas. Pero, era el mayor de los hermanos, tenía que hablar por ellos, sobre todo por Johni que recibía lo que le daban sin cuestionar nada. Yeny era peor pues sonreía y recibía de buena gana lo que le daban y aunque después dejaba el regalo en algún lugar, nunca le había escuchado reclamar por otro. Colocaba su mano abierta en la boca, con los dedos extendidos hacia arriba, tocando la punta de la nariz y cubriendo sus fosas nasales como intentando oler algo entre esos dedos pequeños e inocentes (hasta ahora ella es así, no cuestiona nada aunque después se arrepienta y diga que sus hermanos deciden por ella. Ay, Yeny) ¿Jimy?, Jimy era otra cosa. Era casi seguro que meditaría bien su pedido, lo compararía con el de sus hermanos, evaluaría un par de veces mínimo y no descansaría hasta obtener el suyo y de manera exclusiva. Y eso que tenía solo seis años.
A la salida del colegio iría corriendo hacia el protón principal de la escuela, saltaría a la calle que lo llevaba de frente a la entrada posterior del barrio de Víctor Raúl. No, no. Mejor iría por la parte trasera del colegio, hacia la iglesia (ahí donde hacía unos días peleó con Ricardo “cunguito”, endemoniado enano, ex amigo, que le había roto los botones de la camisa de poliseda con la que iba a estudiar). Listo, se iría por la iglesia, bajaría por la pequeña pendiente hacía la entrada posterior de su barrio, saltaría los dos pequeños barrancos que habían hasta su casa y así llegaría más rápido. Almorzaría el delicioso puré de papas amarillas con leche y perejil oloroso que solo su madre sabía preparar, limpiaría todo y esperarían a papá para ir de compras. Ah, ropa ligera, suelta, con buzo y zapatillas, nada llamativo, los choros eran bravos en el centro, se prendían de tus cosas como perros rabiosos y hasta te arrastraban para robarte. Pero estaba con papá ¿qué podría pasarles? Nada, nada, todo era perfecto.
El ruido de la campana escolar indicó la hora de salida. La profesora Salomé Esparta de Livoni se le acercó, le dio una suave palmadita en la espalda. No era la primera vez.
- despierta ¿otra vez durmiendo en pleno examen?
- Discúlpeme señorita, no volverá a pasar.
- Es la tercera vez hijo. Lo peor es que no has resuelto nada en el examen.
- Me gustó mucho la lectura de Paco, señorita, sobre todo esa parte donde Grieve dice que tiene peces en su sala para él solito, pero luego me dio mucho sueño ese cuento.
- Ya veo. Lleva esta citación a tu madre y le dices que mañana ingresarás solo con ella. Si no viene, te regreso a tu casa. ¿está claro, hijo?
- Pero mi mamá trabaja señorita.
- Pues deberá hacerse un tiempo para venir.
- Ella siempre está ocupada señorita. Se va a molestar conmigo.
- Mira hijo, tus calificaciones han bajado mucho en este periodo. Es por tu bien. Dile que venga por favor.
- Está bien señorita. ¡hasta mañana!
- ¡hasta mañana hijo! Por cierto, no pienses mucho en Paco y preocúpate por tus cosas ah.
- ¡hasta mañana señorita!

Había que pensar pronto en como le diría a su madre. Ella se había dedicado a mantenerlos desde que su padre los abandono y no podía descansar un solo día. La necesidad había hecho que el negocio sea lo suyo. Ella no había nacido para obedecer a otros, su carácter no le ayudaba. En cambio en su tiendecita, ella era la jefa, ella ordenaba, ella despachaba, ella era todo.

viernes, 9 de octubre de 2009

LA DESPEDIDA

De pronto se fue a un lado del terminal terrestre, casi al pie de la puerta del bus de la empresa Molina. Fue como si un resorte la hubiese impulsado hasta ese lugar. No quería despedirse. Se aguantó las lágrimas, apretó los dientes, se puso seria. Así era Andrea. La miré, busqué sus ojitos amarillentos y hundidos, maltratados por su enfermedad; no la encontré, no la pude ver. Respiré profundamente, abracé a Jimy y casi llorando le pedí que cuidara a nuestra viejita, que no la dejara sola y si se podía, que regrese con ella a Lima.
Él es como Andrea, pura piedra, roble bravo, es todo un Palomino.
Yo no pude, aun hoy no puedo, aun la busco en mi retina y la veo corriéndose a esa esquina del terminal terrestre, alistándose para abordar el bus que la llevaría a Huamanga.
Me acerqué a ella, la envolví entre mis brazos suavemente para no maltratarla. Fueron unos segundos de silencio doloroso e interminable que ella rompió con una frase.
- No te preocupes, estaré bien. Es mejor así.
- Cuídate viejita linda, te quiero mucho, no demores, le dije.
Di unos pasos hacia atrás pues sentí el tumulto familiar que venía a mis espaldas, ellos también querían despedirse; para mí fue la última vez.
Mientras subían a ocupar sus asientos, miraba como la frágil silueta de la brava ayacuchana se perdía en el pasillo. Quería pensar en otra cosa que no fuera ella, miré hacia otro lado, no pude. Traté de jugar con mis ideas, pero solo me salían versos para ella.
Andreíta, Andreíta
Ya te vas mi linda viejita;
Ya no volverás, ya no volverás,
A darme tu tierna sonrisita,
A darme tu despedida ayacuchanita.
La miré una vez más. Se había recostado hacia la ventana para que no la viéramos llorar.
Su carita melancólica y famélica me hizo recordar aquella tarde del verano de 1986 cuando le dije que ya no podía más, no soportaba ni un minuto más. Ella me miró, me tomó de las manos y me dijo:
- Entonces regresemos, dejemos todo y regresemos a nuestra casa hijito.
Nada fue igual para ella aun cuando José Raúl volvió a la casa terminó atropellado a los pocos días. Leocadia no se cansaba de soltarle frases groseras. Las vecinas del barrio le pidieron que no se vaya, que se ponga fuerte.
- ¡Cómo te vas a ir tú!, ella es la que jode, ella es la pendeja que se fue con tu marido.
- ¡Que se vaya ella!, si quieres la sacamos por ti Andreíta, sentenciaba Macaria, su mejor amiga.
- ¡No!, no quiero más problemas, mis hijos, yo; ya no soporto esto. Aun cuando cambié mi casa, sigue con lo mismo. Lo mejor es que me vaya.
Estaba convencida que solo así se terminarían sus problemas. Ya le habían dicho para irse a San Juan de Lurigancho pero su orgullo no la dejó aceptar. Prefirió ir a Santa Rosa, frente al aeropuerto Jorge Chávez.
Fuimos entrada la noche, habían numerosas personas moviéndose entre el basural y el maloliente terreno, caminaban en todas las direcciones, era un caos silencioso, las esteras, las cañas, las cuerdas, todo caminada al compás del desorden nocturno, todo.
Yo me cogí fuertemente de su blusa pues tenía las manos ocupadas llevando una estera. Estaba decidida a todo.
- Si sale todo bien hijito, me decía, dejamos Víctor Raúl para que nos torturen más esas loca y su familia. Tienes que ayudarme, eres el mayorcito y tenemos que hacer esto por tus hermanos, por ti, por mí.
- Pero esto apesta mamá. Nadie nos conoce. Nos pueden robar las cosas.
- ¡No hijo!, aquí están algunos vecinos y tu tío César también ha venido. Con ellos vamos a estar.
Esa noche dormimos en el suelo, abrigados por una estera desnuda y las cañas que la soportaban para que no nos caiga encima.
El sol salió muy radiante, los rayos tempraneros me levantaron antes de las seis de la mañana. Miré el suelo liviano sobre el que habíamos dormido. Era un colchón de plumas de aves, desperdicios del mercado, basura. Salí de la estera y la vi contemplando el horizonte tétrico que ofrecía ese paraje invadido la noche anterior. No se iría, su mirada penetrante y la rudeza del rostro curtido por los golpes que le habían propinado en los últimos años decían que no se iría, pelearía hasta el final.
Yo no pude, me ganó la cobardía, prefería el terral de Víctor Raúl al basural de Santa Rosa, no me esforcé mucho para convencerla aunque casi me enfermé de tanto buscar palabras para retornar a casa. Solo soporté dos días, dos días interminables de lamentos y reencuentro con mis culpas.
En la tarde siguiente le dije que ya no podía más, no soportaba ni un minuto más. Ella me miró, me tomó de las manos y me dijo:
- Entonces regresemos, dejemos todo y regresemos a nuestra casa hijito.
Pensé que esta vez sería igual, pensé que haría lo mismo; pero nunca bajó. Te confieso que aun hoy tengo la sensación que lo hará, como siempre lo hizo, como quisiera que lo haga.