El negocio era lo suyo. No había nacido para obedecer a otros, su carácter no la dejaba.
Desde “El Milagro” se mostraba así. Tenía su tiendita y vendía de todo. Era muy curiosa para surtirse con productos de todo tipo y contar con el pedido de sus caseritas. Iba al mercado de Caqueta y se llenaba de cosas en un costalillo y una o dos bolsas de malla más (de esas que apenas se pueden levantar por el peso que llevan). Los cargadores sacaban sus paquetes hasta la avenida y de ahí abordaba el transporte hasta el paradero “El Milagro” (al final del enorme cerco que había colocado entonces la Universidad de Ingeniería, pasando la puerta siete y que ahora es una tienda comercial de la empresa Metro). Ahí empezaba su calvario pues el tramo hasta la casa era largo; cinco cuadras hacia arriba, paralelos al muro externo de la universidad, dos cuadras más a la derecha como bordeando las faldas del cerro y luego el ascenso hasta media cumbre (que eran como tres cuadras mas). Su suerte cambiaba si pasaba un triciclero aunque lo normal era que ella jale sus bolsas y costalillo incluido por todo ese tramo. Iba en tramos cortos, a menos de media cuadra, confiando en que no le roben, como un hombre, con las bolsas en cada brazo, luego el saco sobre sus hombros, chorreando de sudor, rabiando su matrimonio, animada por la necesidad, como chola brava, como brava ayacuchana. , chorreando de sudor, rabiando su matrimonio, animada por la necesidad, como chola brava, como brava ayacuchana. Y llegaba. Extenuada, casi sin aliento para atender, con los hombros quebrados por tanto peso, las manos rojas de tanta presión, adormecidas, al límite del colapso. Y empezaba a atender a la clientela, sobre la marcha, a veces oliendo fuerte, a veces empapada en sudor, muchas veces ambas cosas, pero eso importaba poco, ella debía vender.
En algunas ocasiones su cuñado, Ricardo, la esperaba en el paradero y le ofrecía su ayuda. Su cuerpo menudo, esa carita alegre con labios pequeños y juguetones sirvieron para que lo bautizaran como “pajarito” (años después la fama del pajarito la llevó a las peleas pues saltaba y dirigía cada patada en el aire que parecía un pajarito dando brincos; sobre todo cuando le pegaba a su esposa - charito le decía – de mayor fuerza y peso que él pero que igual sucumbía ante los movimientos de Ricardo.
-Andreíta, te ayudo.
-Gracias Ricardito, no sé qué haría sin tu ayuda ah.
-No te preocupes que para eso está la familia.
-¿cómo está doña Agustina?
-Ah, mi vieja con sus problemas. Ahí va ella, está bien.
-En la tarde me haré un tiempito para visitarla. Le avisas.
-No!, no vayas. Creo que va a salir, algo así escuché por la mañana. Mejor otro día.
-Ah, bueno, entonces le llevas estas naranjitas. ¡Mira como han quedado de tanto golpe! Ay, que pena. ¡Mira tu camisa! qué te van a decir ahora.
-Descuida que iré a cambiarme de inmediato. Gracias por las naranjas. Nos vemos andreíta.
Así era él. Alegre, extrovertido, palomilla, pícaro y juguetón (ya de adulto le agarró la melancolía y terminó encerrado en sus problemas, aturdido por los golpes que marcaron sus infancia decidió irse al norte del país a buscar quién sabe qué y con quién sabe qué persona). Los demás hermanos eran unos pendejos. Podían ver a su propia madre y era casi seguro que se le escondía por no ayudarla con las bolsas del mercado. ¿y ayudaban a Andrea? ¡carajo!, no bromees así. Ella era serrana pues, cómo crees; no jodas hombre, cómo va a ser eso, ni de a vainas. No, eso no.
¿Tanto así? Si pues, Andrea contaba que en una ocasión ella estaba jalando –literalmente arrastrando – su pesada bolsa con verduras y menestras cuando justo pasó por ahí José Raúl con su moto Yamaha 50 de color azul y aunque ella le gritó varias veces, él no volteó ni a mirarla, simplemente pasó de largo como si en esa calle no hubiera nada más que el ruido de su moto y el viento que flequeaba su ropa. Ella nunca le perdonó eso.
Cuando se fueron a vivir a Víctor Raúl fue lo mismo. Puso su tienda de abarrotes, alistó sus costalillos, su canasta de mimbre, las bolsas de malla, y al negocio. ¡ah! Esta vez previno todo pues hasta una carretilla había comprado para que sus hijos la esperen en el paradero “La Curva” de la línea 90 a Payet.
Su día empezaba a las cinco de la mañana. Alistaba todo (desde el desayuno de sus hijos hasta la lista de productos que iba a comprar) y se iba al mercado de Caqueta. Corría para acá y para allá. Era muy agilita comprando. Además, ya tenía unos caceritos a quienes pedía el mejor producto, la yapita, el fiado, el pago a medias. Todo valía en este negocio que venía levantando entre sius hombros ella sola.
Ahora que menciono fiados, no olvido aquella vez en que regresó a casa con los ojos rojos (solo ella sabe cuánto lloró esa mañana) pues unos desgraciados se hicieron pasar por cargadores y le robaron las compras de varios días, todo su capital, todo el esfuerzo acumulado de años de sacrificio, le dolió hasta el alma. Los caceros le fiaron todo, la tranquilizaron. A algunos les quedó debiendo por años, a otros jamás terminó de pagarles; por eso debía trabajar hasta los domingos, para ella no había feriado, no había enfermedad, no había salida por las tardes, no había fiesta, no habían penas, nada, nada. Así era el negocio pues.
¿Cómo explicarle que la profesora quería verla esa mañana?
¿Cómo pedirle que deje de trabajar para que vaya al colegio a que le digan que su hijo está con bajas calificaciones?
¿De dónde sacaría dinero ese día para que sus hijos coman?
¡Qué lío! Igual se lo dijo.
Ella hizo las compras más rápido que de costumbre, diez minutos antes de las ocho estaba bajando del bus. Cogió la carretilla, colocó sus bolsas, bajó presurosa por la angosta vía en forma de rampa que la llevaba todos los días a ese inmenso hueco llamado Urbanización Víctor Raúl (antes había sido una inmensa fábrica de ladrillos calcáreos y había horadado al pie de un cerro al punto que ahora solo se ve una enorme poza con pequeñas casitas al interior, ahora es mi barrio)
… llegó a casa, dejó todo, tomó una bolsa con un cuaderno y algunas hojas sueltas que siempre utilizaba para anotar las cosas pues temía olvidarse algún detalle o pedido de sus compradoras. Salió presurosa, directo al colegio.
Los dos en silencio, uno imaginando la paliza que le esperaba por la tarde, la otra pensando en las ventas que perdería si demoraba demasiado en la escuela.
Llegaron a las ocho con cinco minutos, cruzaron el portón metálico color plomo, avanzaron al aula de sexto grado de primaria y ahí –en la puerta del aula- estaba la profesora Salomé, esperándola.
-¿y qué le dijo la profesora?
- ¡qué curioso eres oye!
- ya pues. Algo te habrá contado imagino. Una sacada de mierda fácil ¿verdad?
- eso fue lo más raro sabes. No hubo golpes. La verdad es que no sé que le dijo la profesora; y aunque estuvo rara toda la tarde y media ida porque no atendió bien a sus clientes, sirvió para sacar cita con el psicólogo nuevamente.
- jajajajaja. ¿Tú al psicólogo?
Era la tercera vez, sabes. Ya se estaba haciendo costumbre, fue la terapia más larga de todas. Nunca la terminé.
Desde “El Milagro” se mostraba así. Tenía su tiendita y vendía de todo. Era muy curiosa para surtirse con productos de todo tipo y contar con el pedido de sus caseritas. Iba al mercado de Caqueta y se llenaba de cosas en un costalillo y una o dos bolsas de malla más (de esas que apenas se pueden levantar por el peso que llevan). Los cargadores sacaban sus paquetes hasta la avenida y de ahí abordaba el transporte hasta el paradero “El Milagro” (al final del enorme cerco que había colocado entonces la Universidad de Ingeniería, pasando la puerta siete y que ahora es una tienda comercial de la empresa Metro). Ahí empezaba su calvario pues el tramo hasta la casa era largo; cinco cuadras hacia arriba, paralelos al muro externo de la universidad, dos cuadras más a la derecha como bordeando las faldas del cerro y luego el ascenso hasta media cumbre (que eran como tres cuadras mas). Su suerte cambiaba si pasaba un triciclero aunque lo normal era que ella jale sus bolsas y costalillo incluido por todo ese tramo. Iba en tramos cortos, a menos de media cuadra, confiando en que no le roben, como un hombre, con las bolsas en cada brazo, luego el saco sobre sus hombros, chorreando de sudor, rabiando su matrimonio, animada por la necesidad, como chola brava, como brava ayacuchana. , chorreando de sudor, rabiando su matrimonio, animada por la necesidad, como chola brava, como brava ayacuchana. Y llegaba. Extenuada, casi sin aliento para atender, con los hombros quebrados por tanto peso, las manos rojas de tanta presión, adormecidas, al límite del colapso. Y empezaba a atender a la clientela, sobre la marcha, a veces oliendo fuerte, a veces empapada en sudor, muchas veces ambas cosas, pero eso importaba poco, ella debía vender.
En algunas ocasiones su cuñado, Ricardo, la esperaba en el paradero y le ofrecía su ayuda. Su cuerpo menudo, esa carita alegre con labios pequeños y juguetones sirvieron para que lo bautizaran como “pajarito” (años después la fama del pajarito la llevó a las peleas pues saltaba y dirigía cada patada en el aire que parecía un pajarito dando brincos; sobre todo cuando le pegaba a su esposa - charito le decía – de mayor fuerza y peso que él pero que igual sucumbía ante los movimientos de Ricardo.
-Andreíta, te ayudo.
-Gracias Ricardito, no sé qué haría sin tu ayuda ah.
-No te preocupes que para eso está la familia.
-¿cómo está doña Agustina?
-Ah, mi vieja con sus problemas. Ahí va ella, está bien.
-En la tarde me haré un tiempito para visitarla. Le avisas.
-No!, no vayas. Creo que va a salir, algo así escuché por la mañana. Mejor otro día.
-Ah, bueno, entonces le llevas estas naranjitas. ¡Mira como han quedado de tanto golpe! Ay, que pena. ¡Mira tu camisa! qué te van a decir ahora.
-Descuida que iré a cambiarme de inmediato. Gracias por las naranjas. Nos vemos andreíta.
Así era él. Alegre, extrovertido, palomilla, pícaro y juguetón (ya de adulto le agarró la melancolía y terminó encerrado en sus problemas, aturdido por los golpes que marcaron sus infancia decidió irse al norte del país a buscar quién sabe qué y con quién sabe qué persona). Los demás hermanos eran unos pendejos. Podían ver a su propia madre y era casi seguro que se le escondía por no ayudarla con las bolsas del mercado. ¿y ayudaban a Andrea? ¡carajo!, no bromees así. Ella era serrana pues, cómo crees; no jodas hombre, cómo va a ser eso, ni de a vainas. No, eso no.
¿Tanto así? Si pues, Andrea contaba que en una ocasión ella estaba jalando –literalmente arrastrando – su pesada bolsa con verduras y menestras cuando justo pasó por ahí José Raúl con su moto Yamaha 50 de color azul y aunque ella le gritó varias veces, él no volteó ni a mirarla, simplemente pasó de largo como si en esa calle no hubiera nada más que el ruido de su moto y el viento que flequeaba su ropa. Ella nunca le perdonó eso.
Cuando se fueron a vivir a Víctor Raúl fue lo mismo. Puso su tienda de abarrotes, alistó sus costalillos, su canasta de mimbre, las bolsas de malla, y al negocio. ¡ah! Esta vez previno todo pues hasta una carretilla había comprado para que sus hijos la esperen en el paradero “La Curva” de la línea 90 a Payet.
Su día empezaba a las cinco de la mañana. Alistaba todo (desde el desayuno de sus hijos hasta la lista de productos que iba a comprar) y se iba al mercado de Caqueta. Corría para acá y para allá. Era muy agilita comprando. Además, ya tenía unos caceritos a quienes pedía el mejor producto, la yapita, el fiado, el pago a medias. Todo valía en este negocio que venía levantando entre sius hombros ella sola.
Ahora que menciono fiados, no olvido aquella vez en que regresó a casa con los ojos rojos (solo ella sabe cuánto lloró esa mañana) pues unos desgraciados se hicieron pasar por cargadores y le robaron las compras de varios días, todo su capital, todo el esfuerzo acumulado de años de sacrificio, le dolió hasta el alma. Los caceros le fiaron todo, la tranquilizaron. A algunos les quedó debiendo por años, a otros jamás terminó de pagarles; por eso debía trabajar hasta los domingos, para ella no había feriado, no había enfermedad, no había salida por las tardes, no había fiesta, no habían penas, nada, nada. Así era el negocio pues.
¿Cómo explicarle que la profesora quería verla esa mañana?
¿Cómo pedirle que deje de trabajar para que vaya al colegio a que le digan que su hijo está con bajas calificaciones?
¿De dónde sacaría dinero ese día para que sus hijos coman?
¡Qué lío! Igual se lo dijo.
Ella hizo las compras más rápido que de costumbre, diez minutos antes de las ocho estaba bajando del bus. Cogió la carretilla, colocó sus bolsas, bajó presurosa por la angosta vía en forma de rampa que la llevaba todos los días a ese inmenso hueco llamado Urbanización Víctor Raúl (antes había sido una inmensa fábrica de ladrillos calcáreos y había horadado al pie de un cerro al punto que ahora solo se ve una enorme poza con pequeñas casitas al interior, ahora es mi barrio)
… llegó a casa, dejó todo, tomó una bolsa con un cuaderno y algunas hojas sueltas que siempre utilizaba para anotar las cosas pues temía olvidarse algún detalle o pedido de sus compradoras. Salió presurosa, directo al colegio.
Los dos en silencio, uno imaginando la paliza que le esperaba por la tarde, la otra pensando en las ventas que perdería si demoraba demasiado en la escuela.
Llegaron a las ocho con cinco minutos, cruzaron el portón metálico color plomo, avanzaron al aula de sexto grado de primaria y ahí –en la puerta del aula- estaba la profesora Salomé, esperándola.
-¿y qué le dijo la profesora?
- ¡qué curioso eres oye!
- ya pues. Algo te habrá contado imagino. Una sacada de mierda fácil ¿verdad?
- eso fue lo más raro sabes. No hubo golpes. La verdad es que no sé que le dijo la profesora; y aunque estuvo rara toda la tarde y media ida porque no atendió bien a sus clientes, sirvió para sacar cita con el psicólogo nuevamente.
- jajajajaja. ¿Tú al psicólogo?
Era la tercera vez, sabes. Ya se estaba haciendo costumbre, fue la terapia más larga de todas. Nunca la terminé.