Viejoschalay!, viejoschalay! era el arrullo de mi madre
Cada vez que tenía tiempo de acariciarme
Mamachalay! Mamachalay! es el lamento que a veces me sale
Cuando añoro al niño que aun no logro acercarme.
Esa noche no pude dormir. Había soñado a mamá preparando avena en nuestra cocinita de leña que teníamos en Diez de octubre y que utilizábamos cada vez que nos quedábamos sin kerosene. La avena rebalsó la olla, se cayó casi todo; pronto las hormigas rodearon la fogata y oscurecieron todo: era la muerte.
Yeny la acompaño hasta el final, hasta el instante mismo en que su hálito maternal abandonó el cuerpo canceroso y lacerado que le tocó cargar durante cincuenta y cinco años.
La noche del 19 de agosto empezó a vibrar mi teléfono celular. Eran las 11 y 5 de la noche. Era Yeny. Había subido a la parte más alta de la colina que adorna la comunidad de Limatambo en las riberas del río Apurímac. Estaba desesperada porque mamá había entrado en shock. Se estaba muriendo y ella no podía hacer nada. Lloraba desconsoladamente preguntándome que hacer, quería sacarla de esa zona, me pedía ayuda para conseguir un transporte que la lleve hasta Ayacucho. Todo fue muy rápido. A una de la mañana del 20 volvió a llamar para decirme que Andrea ya no sufría más, se había ido para siempre. No pude llorar, yo quería gritar, golpear, pero no pude, era mi madre, me dolía el pecho. Ya no vería nunca más a mamá, nunca más a su lado. No lloré, no pude, creo que no quise. Regresé a dormir junto a Edith… ella jamás entendió mi noche triste. Nadie me entendió.
Me levanté temprano, llamé a mis hermanos, crucé toda Lima para ir hasta San Juan de Lurigancho. Quería ver a Jimy. No recuerdo nada del trayecto, hice el recorrido mecánicamente. Lo abracé fuerte, lloré como niño en su hombro, odié a mi padre como nunca lo había hecho, maldito irresponsable de las desgracias maternas, sufrí por todo, sufrí por él. Él no lloró, me calmó, me pidió que no me quede mucho tiempo en casa porque eso me haría daño.
Llamé a Carlos, el coordinador de curso de colegio, le expliqué lo ocurrido. Como pocas veces, me dio aliento el oírlo, me aseguró que coordinaría de inmediato mi permiso para salir de viaje con calma esos días. Hizo lo que pudo.
A las ocho y treinta empezó a sonar nuevamente el teléfono celular, era un número desconocido, era del trabajo.
- Profesor son las ocho y treinta y aun no llega- enfatizó con voz autoritaria- ¿va a tardar demasiado?
- Disculpe usted, tiene razón aun no llego. Creo que voy a demorar.
- ¿va a tardar demasiado para buscar un reemplazo?
- Unos cinco días más o menos.
- ¿cómo dice profesor?
- Señorita acaba de fallecer mi madre y no tengo tiempo para ir a trabajar, le pedí al coordinador que informe hace una hora y media.
- Lo siento profesor, no sabía…
- Descuide usted, es normal que ocurra esto.
- Entonces… ¿hoy no viene al colegio?
- No señorita, viajo a la selva del Cuzco y vuelvo el lunes. Hasta luego.
La nostalgia me fue cubriendo nuevamente, poco a poco sentí la necesidad de oir a mamá, necesitaba escuchar a alguien. Pensé en Gabriela. Esa voz tierna, con mirada agresiva, firme pero materna. Mujer brava y guerrera, persistente… quería oírla… no tenía voz, mi garganta estaba ahogada de tanta pena. Le envíe un mensaje de texto.
“amiga, ha muerto mi madre. Estoy mal. Comparto mi pena contigo, gracias por tu afecto”
No tardó en llamar. Quise romper en llanto pero me mordí la lengua para pasar mis penas y escuchar su voz. No recuerdo las palabras que me dieron aliento, pero tenerla cerca me dio el segundo aire de ese jueves frio para ir a ver a mi madre.
Mientras caminaba al mercado informal que hay a cinco cuadras de la casa, empecé a recordar las cosas que viví con Andrea… recordé ese poema que había escrito algunos años atrás y que la hicieron llorar:
Esccanina brava había sido
tu hija tayta Alejandro,
pues mira como se enfrenta a la vida,
y como pelea por sobrevivir en su mundo.
Y pensar que solo era
una niña frágil con un lorito verde
y una soguita jalando su cabra
por las lomas de tu esccana.
… Aquí , ella ya no tiene primavera
ni nada que vuele de color verde
apenas si un mal recuerdo que descalabra
en su mente teñida por las canas.
Cuando reaccioné, ya había regresado a casa nuevamente. Otra vez estaba solo. Pensaba en cómo estarían mis hermanos: Johni en la casa de Independencia, Jimy en su trabajo; mi hermana Yeny en Limatambo, sola, tratando de llevar a mamá al pueblo de Villa Virgen donde estaban sus padres; mi viejita, fría, en un cajón de madera, sin sus hijos, sola, me puse a llorar.
“Mi chiquitin pedazo de cielo
Mi chiquitin rayito de luna
Tienes mi sangre y llevas mi nombre
Dios te bendiga chiquito, chiquitin
Solo te pido cuando seas grande
Cuides mis pasos, mís últimos días”
Recordé la infancia que habíamos tenido en Víctor Raúl Haya de la Torre en los años ochenta. Fue como encender el televisor antiguo, esos en blanco y negro… vi toda la historia familiar… por fin la pude ver…