viernes, 9 de octubre de 2009

LA DESPEDIDA

De pronto se fue a un lado del terminal terrestre, casi al pie de la puerta del bus de la empresa Molina. Fue como si un resorte la hubiese impulsado hasta ese lugar. No quería despedirse. Se aguantó las lágrimas, apretó los dientes, se puso seria. Así era Andrea. La miré, busqué sus ojitos amarillentos y hundidos, maltratados por su enfermedad; no la encontré, no la pude ver. Respiré profundamente, abracé a Jimy y casi llorando le pedí que cuidara a nuestra viejita, que no la dejara sola y si se podía, que regrese con ella a Lima.
Él es como Andrea, pura piedra, roble bravo, es todo un Palomino.
Yo no pude, aun hoy no puedo, aun la busco en mi retina y la veo corriéndose a esa esquina del terminal terrestre, alistándose para abordar el bus que la llevaría a Huamanga.
Me acerqué a ella, la envolví entre mis brazos suavemente para no maltratarla. Fueron unos segundos de silencio doloroso e interminable que ella rompió con una frase.
- No te preocupes, estaré bien. Es mejor así.
- Cuídate viejita linda, te quiero mucho, no demores, le dije.
Di unos pasos hacia atrás pues sentí el tumulto familiar que venía a mis espaldas, ellos también querían despedirse; para mí fue la última vez.
Mientras subían a ocupar sus asientos, miraba como la frágil silueta de la brava ayacuchana se perdía en el pasillo. Quería pensar en otra cosa que no fuera ella, miré hacia otro lado, no pude. Traté de jugar con mis ideas, pero solo me salían versos para ella.
Andreíta, Andreíta
Ya te vas mi linda viejita;
Ya no volverás, ya no volverás,
A darme tu tierna sonrisita,
A darme tu despedida ayacuchanita.
La miré una vez más. Se había recostado hacia la ventana para que no la viéramos llorar.
Su carita melancólica y famélica me hizo recordar aquella tarde del verano de 1986 cuando le dije que ya no podía más, no soportaba ni un minuto más. Ella me miró, me tomó de las manos y me dijo:
- Entonces regresemos, dejemos todo y regresemos a nuestra casa hijito.
Nada fue igual para ella aun cuando José Raúl volvió a la casa terminó atropellado a los pocos días. Leocadia no se cansaba de soltarle frases groseras. Las vecinas del barrio le pidieron que no se vaya, que se ponga fuerte.
- ¡Cómo te vas a ir tú!, ella es la que jode, ella es la pendeja que se fue con tu marido.
- ¡Que se vaya ella!, si quieres la sacamos por ti Andreíta, sentenciaba Macaria, su mejor amiga.
- ¡No!, no quiero más problemas, mis hijos, yo; ya no soporto esto. Aun cuando cambié mi casa, sigue con lo mismo. Lo mejor es que me vaya.
Estaba convencida que solo así se terminarían sus problemas. Ya le habían dicho para irse a San Juan de Lurigancho pero su orgullo no la dejó aceptar. Prefirió ir a Santa Rosa, frente al aeropuerto Jorge Chávez.
Fuimos entrada la noche, habían numerosas personas moviéndose entre el basural y el maloliente terreno, caminaban en todas las direcciones, era un caos silencioso, las esteras, las cañas, las cuerdas, todo caminada al compás del desorden nocturno, todo.
Yo me cogí fuertemente de su blusa pues tenía las manos ocupadas llevando una estera. Estaba decidida a todo.
- Si sale todo bien hijito, me decía, dejamos Víctor Raúl para que nos torturen más esas loca y su familia. Tienes que ayudarme, eres el mayorcito y tenemos que hacer esto por tus hermanos, por ti, por mí.
- Pero esto apesta mamá. Nadie nos conoce. Nos pueden robar las cosas.
- ¡No hijo!, aquí están algunos vecinos y tu tío César también ha venido. Con ellos vamos a estar.
Esa noche dormimos en el suelo, abrigados por una estera desnuda y las cañas que la soportaban para que no nos caiga encima.
El sol salió muy radiante, los rayos tempraneros me levantaron antes de las seis de la mañana. Miré el suelo liviano sobre el que habíamos dormido. Era un colchón de plumas de aves, desperdicios del mercado, basura. Salí de la estera y la vi contemplando el horizonte tétrico que ofrecía ese paraje invadido la noche anterior. No se iría, su mirada penetrante y la rudeza del rostro curtido por los golpes que le habían propinado en los últimos años decían que no se iría, pelearía hasta el final.
Yo no pude, me ganó la cobardía, prefería el terral de Víctor Raúl al basural de Santa Rosa, no me esforcé mucho para convencerla aunque casi me enfermé de tanto buscar palabras para retornar a casa. Solo soporté dos días, dos días interminables de lamentos y reencuentro con mis culpas.
En la tarde siguiente le dije que ya no podía más, no soportaba ni un minuto más. Ella me miró, me tomó de las manos y me dijo:
- Entonces regresemos, dejemos todo y regresemos a nuestra casa hijito.
Pensé que esta vez sería igual, pensé que haría lo mismo; pero nunca bajó. Te confieso que aun hoy tengo la sensación que lo hará, como siempre lo hizo, como quisiera que lo haga.

1 comentario:

Anónimo dijo...

No hay nada que hacer que la historia popular nos conmueve hasta las venas. Gracias amigo Henry por colocar estas lineas de lucha popular...
Daceray