El ataúd de Andrea,
pesaba, pesaban sus años, pesaban sus obras. Pesaba. La tradición dice esa de que
ningún familiar puede cargarlos, no nos dejaron, no me acerqué. Ya caía la
noche y salimos rumbo al cementerio que estaba al pie del río Apurímac, cruzamos
el río Sinquivine, caminamos acompañando a papá Alejandro y Mamá Magdalena,
acompañando nuestra soledad materna. Nuestra viejita linda se había ido.
El trayecto fue
largo. Pasamos por el monte, salimos hacia el pueblo de Villa Virgen, bajamos
hacia el río Apurímac. Mi mente estaba en otro lugar. No quería sentirme ahí,
no quería sufrir. Empecé a mirar las casas, a mirar los patios, los corrales,
regresé hasta el patio que teníamos en Víctor Rául en los ochenta, regresé
hasta mis diez años, regresé hasta aquella tarde de los discos de vinilo.
Nuestra casa tenía
un patio trasero especial. Las esteras eran mudos testigos de las cosas que
ocurrieron, de las cosas que no quisimos que ocurran. En el terral se ocultaban
los restos de esa radio a transistores que extrañamente se destrozó y
terminaron culpando al inocente de Wilmer. Ahí estaban las huellas de las
travesuras de Wilder y Johni que metían las manos y otras partes del cuerpo
para jugar con los patos y pollos que vivían en el corral. Ahí estaban las
enormes rocas que servirían para la futura base de la casa de concreto. Ahí
estaban las fundas de papel de los discos de vinilo que fueron lavados y
puestos al sol para que sequen mejor; sí, para que sequen mejor.
En los ochenta, los
discos de vinilo eran la sensación. Mi padre había formado una colección
impresionante de vinilos que ocupaban todo un compartimiento del enorme ropero
marrón caoba que nos dejó como herencia Papá Juan. Tenía discos en 33 y 45 revoluciones (nunca
entendí que era eso) que se cuidaban como el mismísimo oro.
Recuerdo los discos
de 45 rpm con la música de Chacalón, de los Mirlos, la quinceañera del grupo
Maravilla. De los vinilos de 33 rpm recuerdo el long play del cuarteto
continental y su famoso “tú quieres que me coma el tigre, que me coma el tigre,
mi carne sabrosa…” Mi madre también había comprado los suyos: Cinco flores de
la pallasquinita (de seguro que Macaria tuvo que ver en estos gustos), la
Matarina del Indio Mayta, piquito de oro del Jilguero del Huascarán y no sé cuantos
más que ya no quiero recordar.
Tanta fue la fiebre
de los vinilos que algunos años después decidí comprar los míos y empecé a
ahorrar cada inti de la época para iniciar mi colección. Para entonces, se
pusieron de moda los Hombres G de España, junté hasta el vuelto del pan para
comprarme un disco de mi grupo favorito. Hasta que lo conseguí. Tenía el dinero
reunido. Presuroso fui hasta la disco tienda que había en el mercado de
Tahuantinsuyo, ingresé emocionado, miré sudoroso al vendedor y le señalé la vitrina
donde estaba esperando mi primer sencillo comprado con tanto esfuerzo.
- Deme el disco de
los hombres G.
- Lo siento, estoy
a punto de cerrar. Vuelve por la tarde.
- No pues tío, vivo
lejos. ¿no puedes venderme el disco y te vas a almorzar?
- ¿Tío? Yo no soy
tu tío, chibolo confianzudo. Háblame bien ah. Regresa por la tarde.
- Lo siento señor,
solo quiero comprar mi disco de los hombres G.
- ¿Señor? Señor
está en los cielos muchacho. Retírate de mi vista.
Maldito vendedor,
tuve que esperar casi dos horas hasta que retorne de su dichoso almuerzo en el
mercado. Pasé un par de veces por el puesto de comida donde estaba almorzando,
me miró, supongo que me reconoció, siguió comiendo. Conversaba con la chica que
lo atendía, miraba su reloj, seguía conversando. Me aburrí. Maldito vendedor.
Yo era terco. No me
iría sin mi disco. Lo esperé. Sentado en la vereda, con el sol molestándome
más, con las monedas que se me escapaban del bolsillo, lo esperé.
Cuando abrió el
local de la disquera salté de la vereda, corrí hacia la tienda, saqué todo el
dinero (eran tantas monedas que el vendedor me quedó mirando otra vez) y le
pedí el disco de los hombres G.
-¿Cuál quieres?
- Ese, “Devuélveme
a mi chica”. ¿Qué canción trae al reverso ah?
- Déjame ver.
“Venecia”. ¿Lo quieres?
- Si. Tenga,
cóbrese. Está completo ah.
- Ten cuidado, ya
sabes que si se raya ya no sirve ah.
- Pero acá dice
“HOMBRES H” ellos no son. Y Además, dice “VOZ: DAVID SAMER” y es David Summer.
- Oe chiquillo,
bien quedado eres ah. ¿Cómo suena la H? ¿Suena como G, si o no?
- Si.
- Entonces pues.
¿Lo llevas o no? Me haces perder el tiempo carajo.
- Ya, ya. Dame el
disco.
Corrí a casa, tomé
el disco con cuidado, levante la manecilla con la aguja, puse mi primer
sencillo y sonó, solo eso sonó. Nunca olvidaré eso. Fue tanta mi vergüenza que
nunca lo conté. Ahora ya lo sabes tú.
¿Y la colección de
tu padre?
Ah, ese verano de
1983, el viejo estaba en el hospital por el accidente que había tenido. Mamá
estaba vendiendo en Polvos azules y nosotros arruinando la casa. Yo me creía el
mejor rockero, alucinaba con mi guitarra eléctrica, saltaba por toda la cama
imaginando estar en el estrado de mi gran concierto. Entonces se me ocurrió
poner uno de los discos de cumbia. Bajé de la cama, corrí al ropero, empujé a
Yeny y sus muñequitas, tomé algunos discos y ahí empezó el final de esa hermosa
colección. Tropecé y caí en el tazón con agua que Yeny tenía para jugar. Mis
pies golpearon la puerta del ropero, esta se abrió y se vinieron al suelo todos
los discos apilados en su interior. Se mojaron. Me asusté al límite de las
lágrimas. Mis hermanos corrieron y me ayudaron a recogerlos uno a uno. Johni,
tomó un trapo viejo y empezó a secarlos, pero las fundas estaban húmedas y
empezaban a romperse. Entonces tuve la gran idea. Los sacamos al corral, los
colocamos sobre las piedras y esperamos unos minutos hasta que estén
completamente secos.
El sol de verano
era intenso en esos días. Lima vivía uno de esos eventos locos llamados
Fenómeno de “El Niño” y teníamos días tan soleados como fríos en verano, pero
ese día soleó tanto que aun hoy siento los rayos solares quemando mi piel de
niño.
Yeny fue la primera
en darse cuenta. Su inocencia fue la alarma que nos mostró la estupidez que
habíamos cometido.
- Manito, el disco
se ha puesto suavecito. Mira mi dedo lo puede hundir.
- Uy, uy, ya lo
malograste Yeny, ya lo malograste ah.
- Henry, ¿está
oliendo feo no?
No recuerdo qué le
dijimos a mamá. Pero, recuerdo que los discos quedaron como acordeones,
retorcidos, maltratados por el sol, inservibles.
Cuando reaccioné,
ya habíamos llegado al cementerio y aun no estaba listo el nicho, faltaban los
materiales para sellar la tumba. Colocaron el ataúd a descansar al pie de su
paradero final, la familia empezó a rodear a Andrea por última vez. Las plantas
del monte, el canto de las aves y el ruido de los animales nocturnos de Villa
Virgen coronaban el entierro. Nosotros nos abrazamos para darnos fuerza y
despedirla como ella nos lo había pedido: “sin llantos, ah, sin lamentaciones. El
muerto, muerto está; no quiero teatros cuando me vaya”
El tío Demes trajo
el material que faltaba, corrió al río para alcanzar agua al albañil. El tío
Donato ayudaba en el trabajo. Colocaron el ataúd al pie del nicho, lo empujaron
con cuidado y empezaron a sellarlo. Me acerqué y escribí sobre el cemento
fresco “Nuestra brava ayacuchana”. Los
cuatro permanecimos juntos, ahora que veo las fotos, hubo más gente, pero los
cuatro siempre estamos ahí, hasta el final con aquella mujer que nos dio todo,
todo.