Fue suficiente. Raúl, impotente, confundido, empezó a patear el auto Opel que tenía en su cochera, empezó a darle de cabezazos a la parrilla del auto, a lanzar puñetes a los vidrios de la puerta delantera.
Andrea, se indignó aun más. Claro, ahora te quieres matar para que tu familia me culpe – le gritó- te quieres fregar otra vez para tenerme de esclava de tus males. Cobarde, ni para eso sirves, ni siquiera eres capaz de golpearte tú mismo, finalizó. No había terminado de hablar y se lanzó sobre él, lo cogió del cuello, lo lanzó contra la pared de esteras, le dio dos bofetadas y se quedó mirando fijamente al hombre -que le pasaba en dieciocho centímetros de estatura- totalmente reducido, llorando como niño, lleno de impotencia, buscando los brazos consoladores que jamás encontró. Lo más cercano que halló en ese instante fue un baldazo de agua fría que cubrió casi todo su cuerpo y lo envolvió en un halo de desolación y abandono total. Lo llevó a su cuarto, lo acostó y dejó que duerma hasta el día siguiente. Total, era como su hijo, el hijo que jamás hubiera querido tener.
Raúl era eso para Andrea, un hijo, el que más problemas le dio. Ella recordaba, a cada instante, las penalidades que había pasado para que su esposo no muriera en el hospital ni quedara relegado por falta de dinero. Fue tanta su obstinación por salvarlo que cuando recibió la primera cuenta para la operación a la pierna de Raúl, seiscientos mil intis (eran los tiempos de Alan García) pidió el apoyo de todos los vecinos, que por cierto, la apoyaron hasta el cansancio; Iraida se puso a vender mazamorra y dulces de leche, picarones y postres diversos; Chacaltana apoyó en la pollada más numerosa que haya en el recuerdo de esos días: fueron más de quinientas tarjetas repartidas las que se separaron para el gran día. La enorme pampa que servía de patio para los niños de Víctor Raúl haya de la Torre fue el escenario de tamaña actividad; fue tan concurrida, que ni las amistades más impensadas acudieron al llamado de esa mujer que solo sabía sufrir. Incluso, ella –con ayuda de varias vecinas- llevó las polladas hasta el barrio que la vio crecer en Lima: La urbanización El Milagro. Aquella noche ella se emocionó al ver tanto dinero junto; habían recaudado casi el triple de lo que necesitaban para la primera operación. Jamás le dio mal uso al dinero; colocó el monto total en una cuenta y fue retirando según las necesidades de su esposo. Duró muy poco para lo que se gastó en esos meses.
Él respondía solo con golpes bajos que fueron acabando con el amor más puro de aquella mujer enamorada que intentó hasta el último momento despertar sentimientos que jamás halló en él.
Él no perdonaba, siempre era tosco y descortés, agresivo y corrosivo. Andrea recuerda con mucha frescura, esos momentos en que él fue destruyendo el amor que le tenía.
Recuerdo muy bien –cuenta ella- cuando le llevaba su comida desde Víctor Raúl hasta el hospital Carrión; me tomaba casi dos horas para llegar, así que envolvía bien las portaviandas para conservar el calor de los alimentos. Aquella tarde, él me dijo que no le gustaba lo que le llevé y me dolió tanto que le entregué todo a un desconocido de la cama contigua. Luego, generalmente lo encontraba molesto, irritado y me hacía sentir mal con sus frases burlonas, sarcásticas; así es que un día decidí no visitarlo más y le dije –delante de su madre- que no regresaría más al hospital. Cogí mis cosas y salí del lugar con un dolor tan fuerte como un cuchillo clavado en el centro de mi corazón; pero no podía pues, era mi esposo y no sé si por pena a él o a mí, regresé a las pocas semanas, eso si, aclarándole que solo lo hacía por generosidad al padre de mis hijos. A Raúl nunca le interesó eso, jamás agradeció tanto amor ofrendado sin el más mínimo reclamo de reciprocidad.
Pero, eso terminó matando el amor y a Andrea. Por eso, no fue rara la actitud de aquella mujer harta de tanto desamor y cansada de un hombre que siempre resultaba siendo la víctima en todo.
Eso explicaba su actitud; agresiva como nunca se le vio jamás, derramó toda su ira y rabia –contendidas por años- e hizo sentir tan mal al pobre hombre que nuevamente terminó dándole lástima: pero, esta vez era solo eso, ya no había amor, ya no pasión, tan solo eso, lastimera compasión por un hombre que terminaría sus días solo y en la más completa orfandad conyugal.
Ja ja ja. ahora que recuerdo,exclama Jimy cuando el viejo empezó a golpearse contra el auto y no sé de dónde sacó fuerzas mi mamá, Kenson y Hamilton salieron corriendo y gritando: el loco, el loco. Yo me había quedado atrapado en el parachoques del auto y lo que no sabe el viejo es que quedé atrapado por travieso; como aquella vez que casi me mata el camión platanero, ¿te cuerdas viejita? Mmmmmm creo que ya se durmió. Bueno mañana que esté despierta te contaré como fue eso.
lunes, 14 de julio de 2008
lunes, 7 de julio de 2008
GOLPES BAJOS (primera parte)
…Hay golpes en la vida, tan fuertes…Yo no sé!
(César Vallejo)
Cuando empezó a golpearse contra el auto, todos se asustaron pues temían que su pierna izquierda recién operada y atravesada con tres gruesos fierros y soldaduras de platino pudieran dañarlo más de lo que ya estaba. Se volvió loco, le daba de cabezazos al auto y gritaba desconsolado culpándose por algo que jamás fue responsable.
La depresión había capturado el alma de José Raúl. Estaba en cama producto del trágico accidente que lo postró por varios meses enyesado en un hospital, cuando empezaba a recuperarse de la operación a la pierna (que había quedado fracturada y partida en dos) tropezó en los servicios higiénicos del Hospital Daniel A. Carrión y terminó seis meses más en cama, Su tragedia era aun mayor: ahora estaba inutilizado, con sondas que reemplazaban a sus uréteres, los fierros atravesados en su pierna, sin poder trabajar y en el más completo abandono físico y moral por parte de sus más entrañables amigos. Ese año falleció su madre. Pareciera que alguien escribió sobre su cama:
“yo nací un día
Que Dios estuvo enfermo”
Nada fue igual después de su accidente. El 23 de diciembre de mil novecientos ochenta y dos marcó el inicio de su postración y abandono. Cuando los médicos lo revisaron, coincidieron que solo un milagro lo salvaría. Tuvieron que enyesarlo casi por completo, tenía fracturado desde el cráneo hasta las costillas; la tibia y el peroné izquierdo se habían quebrado y astillado completamente; los uréteres estaban destruidos y no servirían más. Fue un milagro. No sabe como, pero terminó en manos de los galenos del Hospital Carrión del Callao. Luego de varias operaciones, su cuerpo empezó a recuperarse. Pero, la desesperación de un hombre por ver la calle, hizo que se emocionara demasiado: Se levantó de la cama, dio unos pasos, vio que su cuerpo podía resistir su peso, dio algunos saltitos con las muletas, se sintió mucho más seguro y avanzó al baño. La radio portátil que llevaba pasaba una melodía premonitoria.
“todo tiene su final,
Nada dura para siempre…”
Solo fueron unos segundos, fatales, lentos, dolorosos, pero solo segundos. Resbaló, cayó y se quebró nuevamente la pierna. La sangre salía de su pierna con una fuerza tal que podría haber dicho que no quería estar en su cuerpo; los huesos y el injerto colocado se quebraron. Fue intervenido nuevamente, esta vez con incrustación de fierros y platinos con pernos para asegurar bien los huesos. Así estaría por los próximos dos años. Así salió a su casa, totalmente abatido, destrizado emocionalmente, a un hogar que ya no era suyo, a una familia que ya no lo aceptaría, a una madre que pronto partiría.
Cada mañana, ante la ausencia de una enfermera, Andrea cambiaba la sonda y colocaba otra en segundos por el riesgo de que se cerrase el orificio en carne viva que tenía Raúl a unos centímetros de su ombligo. Con una extraña calma, le quitaba las gasas de la pierna, limpiaba las heridas con los medicamentos que le habían recetado, colocaba nuevos vendajes y cerraba con sumo cuidado para evitarle dolores innecesarios. Esa fue su rutina durante dos interminables años. Años que terminaron cansando a Andrea por cargar con los castigos y penas de un hombre que jamás le correspondió el afecto brindado hasta ese momento. Para entonces, cada vez que podía, ella le reprochaba el abandono de su familia y el desgano que él mostraba para seguir viviendo. Esa fue la razón para que aquel fatídico día él se golpeara de manera tan descontrolada.
Jimy, el menor de sus cuatro hijos, estaba jugando en la calle, junto a otros amiguitos que compartían la alegría de la tarde de ese veraniego año. Amador, hermano mayor de José Raúl, se retiraba luego de haberlo visitado, subió a su Volkswagen , encendió el motor y dio marcha al vehículo. Los niños se cogieron del parachoques posterior y avanzaron unos metros para luego soltarse antes de ser arrastrados. Jimy no pudo. Sus prendas se habían enganchado en uno de los extremos del metálico parachoques. Fue arrastrado unos metros, los vecinos empezaron a gritar al conductor para que se detuviera antes de matar a la criatura. Amador, se detuvo, soltó a su sobrino, le dio un golpe en la nuca y empezó a gritarle por la irresponsabilidad cometida.
Fue suficiente para Andrea. Loas vecinos la pusieron al tanto de lo ocurrido, ingresó a la casa, insultó a Raúl con la ira que había contenido desde hace años, descargó la rabia de una mujer que ya no soportaba más a un hombre que había perdido la esperanza en si mismo.
-Maldito, para eso nomás viene tu familia. No se conforman con dejarme a su enfermo, ahora quieren matar a mis hijos.
-Andrea, cálmate, Amador no se habrá dado cuenta, ¿Qué tienes? ¿cómo crees que va a matar a su sobrino?
-Tú que sabes, lo has visto. Arrastro a tu hijo casi una cuadra, tiene las piernas y los brazos raspados. ¿Tú lo vas a curar? Ah. Dime, dime!
-¿te volviste loca? Cállate que la gente no tiene que enterarse.
-Acaso tú me das para la medicina. Tu hermano trae los medicamentos que necesitas. Estoy harta de todos esto, no los quiero ver por acá porque les rompo la cabeza. Solo me traen problemas. Lo único que sabe tu familia es joderme la vida, eso es lo único que me han hecho hasta ahora. Los odio, los odio.
Fue suficiente. Raúl, impotente, confundido, empezó a patear el auto Opel que tenía en su cochera, empezó a darle de cabezazos a la parrilla del auto, a lanzar puñetes a los vidrios de la puerta delantera.
Andrea, se indignó aun más.
(César Vallejo)
Cuando empezó a golpearse contra el auto, todos se asustaron pues temían que su pierna izquierda recién operada y atravesada con tres gruesos fierros y soldaduras de platino pudieran dañarlo más de lo que ya estaba. Se volvió loco, le daba de cabezazos al auto y gritaba desconsolado culpándose por algo que jamás fue responsable.
La depresión había capturado el alma de José Raúl. Estaba en cama producto del trágico accidente que lo postró por varios meses enyesado en un hospital, cuando empezaba a recuperarse de la operación a la pierna (que había quedado fracturada y partida en dos) tropezó en los servicios higiénicos del Hospital Daniel A. Carrión y terminó seis meses más en cama, Su tragedia era aun mayor: ahora estaba inutilizado, con sondas que reemplazaban a sus uréteres, los fierros atravesados en su pierna, sin poder trabajar y en el más completo abandono físico y moral por parte de sus más entrañables amigos. Ese año falleció su madre. Pareciera que alguien escribió sobre su cama:
“yo nací un día
Que Dios estuvo enfermo”
Nada fue igual después de su accidente. El 23 de diciembre de mil novecientos ochenta y dos marcó el inicio de su postración y abandono. Cuando los médicos lo revisaron, coincidieron que solo un milagro lo salvaría. Tuvieron que enyesarlo casi por completo, tenía fracturado desde el cráneo hasta las costillas; la tibia y el peroné izquierdo se habían quebrado y astillado completamente; los uréteres estaban destruidos y no servirían más. Fue un milagro. No sabe como, pero terminó en manos de los galenos del Hospital Carrión del Callao. Luego de varias operaciones, su cuerpo empezó a recuperarse. Pero, la desesperación de un hombre por ver la calle, hizo que se emocionara demasiado: Se levantó de la cama, dio unos pasos, vio que su cuerpo podía resistir su peso, dio algunos saltitos con las muletas, se sintió mucho más seguro y avanzó al baño. La radio portátil que llevaba pasaba una melodía premonitoria.
“todo tiene su final,
Nada dura para siempre…”
Solo fueron unos segundos, fatales, lentos, dolorosos, pero solo segundos. Resbaló, cayó y se quebró nuevamente la pierna. La sangre salía de su pierna con una fuerza tal que podría haber dicho que no quería estar en su cuerpo; los huesos y el injerto colocado se quebraron. Fue intervenido nuevamente, esta vez con incrustación de fierros y platinos con pernos para asegurar bien los huesos. Así estaría por los próximos dos años. Así salió a su casa, totalmente abatido, destrizado emocionalmente, a un hogar que ya no era suyo, a una familia que ya no lo aceptaría, a una madre que pronto partiría.
Cada mañana, ante la ausencia de una enfermera, Andrea cambiaba la sonda y colocaba otra en segundos por el riesgo de que se cerrase el orificio en carne viva que tenía Raúl a unos centímetros de su ombligo. Con una extraña calma, le quitaba las gasas de la pierna, limpiaba las heridas con los medicamentos que le habían recetado, colocaba nuevos vendajes y cerraba con sumo cuidado para evitarle dolores innecesarios. Esa fue su rutina durante dos interminables años. Años que terminaron cansando a Andrea por cargar con los castigos y penas de un hombre que jamás le correspondió el afecto brindado hasta ese momento. Para entonces, cada vez que podía, ella le reprochaba el abandono de su familia y el desgano que él mostraba para seguir viviendo. Esa fue la razón para que aquel fatídico día él se golpeara de manera tan descontrolada.
Jimy, el menor de sus cuatro hijos, estaba jugando en la calle, junto a otros amiguitos que compartían la alegría de la tarde de ese veraniego año. Amador, hermano mayor de José Raúl, se retiraba luego de haberlo visitado, subió a su Volkswagen , encendió el motor y dio marcha al vehículo. Los niños se cogieron del parachoques posterior y avanzaron unos metros para luego soltarse antes de ser arrastrados. Jimy no pudo. Sus prendas se habían enganchado en uno de los extremos del metálico parachoques. Fue arrastrado unos metros, los vecinos empezaron a gritar al conductor para que se detuviera antes de matar a la criatura. Amador, se detuvo, soltó a su sobrino, le dio un golpe en la nuca y empezó a gritarle por la irresponsabilidad cometida.
Fue suficiente para Andrea. Loas vecinos la pusieron al tanto de lo ocurrido, ingresó a la casa, insultó a Raúl con la ira que había contenido desde hace años, descargó la rabia de una mujer que ya no soportaba más a un hombre que había perdido la esperanza en si mismo.
-Maldito, para eso nomás viene tu familia. No se conforman con dejarme a su enfermo, ahora quieren matar a mis hijos.
-Andrea, cálmate, Amador no se habrá dado cuenta, ¿Qué tienes? ¿cómo crees que va a matar a su sobrino?
-Tú que sabes, lo has visto. Arrastro a tu hijo casi una cuadra, tiene las piernas y los brazos raspados. ¿Tú lo vas a curar? Ah. Dime, dime!
-¿te volviste loca? Cállate que la gente no tiene que enterarse.
-Acaso tú me das para la medicina. Tu hermano trae los medicamentos que necesitas. Estoy harta de todos esto, no los quiero ver por acá porque les rompo la cabeza. Solo me traen problemas. Lo único que sabe tu familia es joderme la vida, eso es lo único que me han hecho hasta ahora. Los odio, los odio.
Fue suficiente. Raúl, impotente, confundido, empezó a patear el auto Opel que tenía en su cochera, empezó a darle de cabezazos a la parrilla del auto, a lanzar puñetes a los vidrios de la puerta delantera.
Andrea, se indignó aun más.
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